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LUGARES | 03-10-2012 05:00

Paisajes salteños de la RN40

El trayecto hacia la ciudad de Cachi, es una hermosa presentación a un provincia que destila belleza, a través de sus delicados tonos rojizos y la calidéz de su gente. Galería de imágenes.
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Desde su inicio en Santa Cruz, del mar de Río Gallegos a la montaña de Río Turbio el camino ascendente de la 40 se ha ganado un nombre propio, surcando todas las provincias del oeste argentino hasta finalizar en la jujeña La Quiaca.

Su trazado, ya emblemático, describe ciudades relevantes a nivel turístico, e irrumpe en parajes insólitos y sitios de sorprendente belleza donde se resguarda la riqueza histórica y cultural. Eso se ve de manera significativa en el tramo entre Cafayate y Cachi, en tierra salteña, con un sendero casi olvidado desde que el asfalto llegó a esas dos villas.

Sin embargo, su viejo andar sigue describiendo con especial cuidado algunos puestos, pueblitos y parajes que atesoran campos fértiles de vides, frutales y hortalizas; paisajes casi lunares, parques nacionales, y una calma que conecta con la naturaleza más pura.

Primeras postas

Ni bien se cruzan los límites tucumanos, Tolombón cede rápidamente a Cafayate la supremacía turística, y se establece como primer peldaño salteño de la 40. Cerros coloridos reciben a los turistas en el corazón de los Valles Calchaquíes, con un pueblo coqueto y diversas actividades en cavernas, cascadas y formaciones geológicas que invitan a la aventura en la tierra de los vinos for export.

Almorzamos y partimos con el río Calchaquí y su gigantesco lecho acompañándonos a la derecha, como sucederá hasta el final del recorrido. Si bien el tramo completo hasta Cachi se puede hacer en poco más de cuatro horas, tomamos la decisión de conocer y no sólo “pasar de largo”. También de cuidar el tren delantero del auto ante un ripio poderoso que nos sacude aquí y allá. San Antonio y San Rafael nos conducen a Animaná, donde paramos en la estancia La Constancia de Animaná.

Perfecto para descansar y recorrer, el pago no sólo aporta lo que dan las vides, sino servicios de hospedaje y comida al turista, en un entorno “inigualable en belleza y tranquilidad”, como dice Juan Viegener, el empresario que decidió recalar aquí buscando mucho más que vino blanco torrontés, el varietal único en la zona y famoso en todo el mundo.

Animaná

La cercanía con la cadena montañosa, el río y la tranquilidad, hacen de Animaná y la estancia una buena parada para un primer día. Veinte minutos después llega San Carlos, antigua posta española de tiempos reales, que exhibe orgullosa su iglesia declarada monumento histórico.

Pasando apenas la RP 44, se puede encontrar el camping municipal (en cercanías de la escuela Dr. Arturo León Dávalos y la comisaría), junto al resto de la urbanización, claramente colonial, con varias opciones de visita. Nosotros decidimos probar las famosas empanadas salteñas criollas, frente a la plaza, y dar una vuelta por la iglesia construida en el XVII.

Ni bien subimos al auto hace su presentación El Parque Nacional Los Cardones, acompañando también los pueblos con sus impresionantes 70 mil hectáreas de reserva para los cactus gigantes. Creado a fines de 1996, cuida gran cantidad de especies de flora pero también fauna de montaña, protegiendo tres tipos de ambientes locales: sierra, piedemonte y depresiones.

Seguimos a no más de 20 km/h, tratando de acertar el agua en el mate ante lo saltos. El camino parece (y por momentos lo es) molesto, pero pronto entrega un cambio brusco, pasando de viñedos y campos labrados a geografías inmensas, donde la propia ruta se acomoda entre las montañas.

Ejemplo de ello es la intensa curva donde empieza Los Sauces, ya que en tiempos de creación de la 40 no era tan simple atravesar montañas como lo puede ser hoy. Pronto viene La Merced, y ésta da paso a Payogastilla, de bella iglesia.

Un giro repentino al oeste conduce a Monteverde y Santa Rosa, todos lugares que dejamos “para la próxima”, y donde la ruta gira tanto que desciende al sur, sólo para retomar impulso en la mayor sorpresa del recorrido.

En el kilómetro 4380 comienza un paisaje más lunar que terrestre, como una pintura surrealista de Dalí: sus pliegues montañosos parecen haber sido peinados por la furia de un viento loco, y las formaciones, todas inclinadas, generan estrechos desfiladeros con paredes de 25 m que se extienden por más de 20 km hasta el lecho del Calchaquí.

Con origen unos 15 millones de años atrás, cuentan los guías que son producto de las placas sedimentarias quebradas por el surgimiento de las montañas, y que dejaron sus extremos apuntando al cielo para que el trabajoso viento las afile como cuchillas. “Son las rocas duras y cristalinas del Precámbrico, que forman las cumbres de Quilmes o El Cajón hacia el oeste del valle actual”, explican.

A nosotros nos parecen gigantes vigías endurecidos, como los de la película El Señor de los Anillos, que acompañan largo rato con sus cuerpos amarronados y terrenos pedregosos, ideales para las buenas caminatas. Dicen que así se descubren rincones fabulosos, pero nosotros apenas tomamos unos mates, sacamos fotos y partimos a Angastaco para no demorarnos más.

Angastaco

En su lengua primitiva Angastaco significa “águila del algarrobo” o “aguada del alto”, y su pueblo actual se alza en medio del desierto con calles de tierra y mucha humildad. Es conocido por la Fiesta de la Uva y Vino Patero, realizada en el verano y a todo trapo; y en Semana Santa se hace un Vía Crucis Viviente. El Carmen, San Martín y Angostura continúan en el camino hasta Molinos, nuestra próxima parada 43 km por delante.

Allí descansamos y admiramos los cardones junto al lecho del Calchaquí, mientras nos cuentan que Molinos es otra localidad típica de la región, ideal para entreverarse en sus casitas de adobe.

Hay que llegar a su iglesia San Pedro de Nolasco de los Molinos, fundada en 1639 como iglesia de encomienda, con un edificio de estilo cuzqueño que también es monumento histórico. Su pueblo prehispánico tenía esta ubicación estratégica porque les aseguraba el predominio en todo el valle, luego fue un feudo famoso, y hasta fines del siglo XIX una parada de la ruta comercial entre Salta y Chile, con caravanas que transportaban vinos, cereales, frutas, legumbres, papas, charqui, cueros, tejidos y alfarería.

Los valles de Molinos y del río Luracatao se destacan por sus ponchos y tejidos en telar, con técnicas y estilos enseñados de generación en generación, y una cultura del trabajo agrícola, especialmente de nueces, muy apreciada en todo el norte: quinua y amaranto son los destacados, y los pimientos rojos adornan las montañas en tiempo de seca.

La gran villa

San José de Escalchi y Seclantás, poblado que recuerda la baguala “El Seclanteño”, de Ariel Petrocelli, anticipan la llegada a Cachi, nuestro destino final. Consagrado en casi todo recorrido por el NOA, su pequeño y acogedor pueblo es ideal para descansar, y comer rico y casero.

Cabecera de los Valles Calchaquíes, posee construcciones históricas como la iglesia de San José del siglo XVIII, de neta raíz hispánica, paradójicamente enfrente del Museo Arqueológico Pablo Díaz, que rememora la historia de la región antes de la conquista mostrando más de 5.000 piezas en excelente estado de cómo vivían nuestros antepasados antes de llegar los españoles.

Los circuitos Sur y Norte ofrecen miradores y caminos que llevan a cruzar los ríos, y algún prestador invita en cada esquina céntrica a los sitios arqueológicos El Tero, Las Pailas y Puerta La Paya, pertenecientes a la cultura de los pulares y payogastas.

También se pueden hacer caminatas al calor de barcitos con fachadas de adobe y cardón, y llegar a Cachi Adentro, la zona madre productiva, con campos de maíz morado, blanco y amarillo que llegan hasta la calle; pimientos rojos al sol que cubren superficies enormes en sus secaderos; montículos de papines pintados, chauchas repletas de porotos blancos, pilones de cebollas y fardos de alfalfa, que completan la fiesta de colores de esta tierra.

Desde allí llegan los productos frescos que ponen en marcha la gastronomía de la calle central Gral. Güemes y la Ruiz de los Llanos. El restó bar de Oliver, frente a la plaza, sirve locro y guiso de llama, parrilladas con verduras frescas, y empanaditas de queso de cabra, por ejemplo.

Casi saliendo del pueblo, Viracocha es buen anfitrión nocturno y entre sus platos típicos hay tamales y humitas cocinadas en su propia chala. Así como en Lo de Genaro, a una cuadra de la plaza, el menú suma platos simples pero con estilo, como pizzas de quina o tostados vegetarianos.

Ashpamanta, en la tradicional calle Bustamente, y Sol del Valle, de la hostería Cachi, completan cartas regionales. Para cerrar la noche, nada como “Por tu culpa soy borracho”, donde la variedad de vinos salteños dicen justificar su curioso nombre.

El tiempo se termina y decidimos volver, no sin prometer una futura continuidad hacia La Poma y otros destinos del Norte, donde la mítica 40 sigue desplegando su magia.

Nota publicada en la edición 481 de Weekend, octubre de 2012. Si querés adquirir el ejemplar, llamá al Tel.: (011) 4341-8900. Para suscribirte a la revista y recibirla sin cargo en tu domicilio, clickeá aquí.

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Pablo Donadío

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