El hecho de haber sido un destino pionero en turismo de salud durante la primera mitad del siglo XX, hizo que el partido bonaerense de Adolfo Alsina, del cual forma parte la ciudad de Epecuén, impulsara la creación de otros oficios específicos de este segmento turístico, como los embarradores y los masajistas.
“La gente venía convencida de que se iba a curar. Muchas personas llegaban a Epecuén porque sus padres ya lo habían visitado”, explica Gastón Partarrieu, director del Museo Regional Doctor Adolfo Alsina en el que hace ya más de 20 años comenzó a trabajar y también a indagar acerca de la historia de esta villa termal bonaerense.
Así fue que, tras varios años de recopilar miles de datos y referencias históricas finalmente, el año pasado, se decidió a escribir el libro “Epecuén, historias de sus años dorados (1921-1956)” en el que, entre tantas otras historias, se refiere a la importancia que tuvo la llegada del ferrocarril a la ciudad tanto para los lugareños como, así también, para el crecimiento de la actividad comercial y del sector hotelero de la ciudad de Carhué, ubicado a 20 kilómetros del lago.
Pejerreyes de la tierra de los fantasmas
“Desde los establecimientos, partían taxis y colectivos que transportaban a los turistas hasta Epecuén, los dejaban allí y luego pasaban a buscarlos para regresar a los hoteles”, recuerda Partarrieu. “En menos de 10 años el sitio pasó de ser una laguna con yuyos a un pueblo, algo inédito para el lugar. Se construyeron importantes hoteles, pensiones y casas de familia. Además, se había levantado la iglesia y una escuela”, agrega.
Termas bonaerenses al alcance de la mano
Gracias a la llegada de las primeras inversiones europeas a este destino del oeste bonaerense, entre 1927 y 1928 se construyó el complejo hidrotermal con capacidad para 600 baños, lo que lo convirtió en el más importante de Sudamérica.
A su vez, eso permitió la generación de otro tipo de oficios desconocidos hasta el momento como, por ejemplo, el de los embarradores, que no eran más que personas que conocían a la perfección en qué sectores del lago se hallaban las vetas de fango milenario con gran contenido de minerales. Su tarea consistía en filtrar y mejorar dichas vetas a través de un minucioso proceso de limpieza. En tanto que, quienes optaban por utilizar el barro de la costa, enseguida se encontraban con las plumas de los flamencos que dificultan la aplicación.
“Los embarradores llevaban a cabo sus sesiones en modestos cubículos de madera resistentes al salitre que, en verano, se convertían en lugares preciados para refugiarse del sol y de las horas de mayor calor”, cuenta el historiador. Los turistas se desesperaban por sacarse fotos con sus cuerpos totalmente cubiertos de fango junto a su embarrador para darles envidia a sus amigos y familiares.
A pesar de la histórica sudestada que el 10 de noviembre de 1985 inundó la ciudad, obligando a los por entonces 1.500 habitantes a abandonar el lugar, actualmente la ciudad no solo cuenta con varios circuitos turísticos que reviven aquella época de esplendor, como el Matadero y las Ruinas de Villa Epecuén, sino, fundamentalmente, con el Museo Regional de Adolfo Alsina donde su historia y la de sus legendarios embarradores se respira a flor de piel.
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