El poeta latino Longo nos rescató, para quienes necesitamos siempre el idioma de los sueños, la leyenda de los pastorcitos que “se amaban, pero no sabían iniciar el amor”. Una cortesana ya madura se encarga de mostrar el camino al adolescente Dafnis, surge el equívoco con la resentida Cloe, pero el aire cálido del Mediterráneo lava los pesares y conduce a la joven pareja por el camino de la dicha y el goce supremos…
Hasta allí la historia. Enlazarla con el momento actual, con Villa Elisa y, más aún, con la estación de aves silvestres que vegeta al amparo de cazadores y en el olvido de las autoridades muy cerca de esa Villa, es nuestro propósito, en la intención de elevar lo más posible la acción y el sentimiento de quienes aprovechan, como lo hacen los cazadores, las riquezas de Natura. Es verdad, entramos a saco en ese reino que compartimos, desconociéndolo, casi, con otros seres vivos que a veces son parte del botín.
Sin falso sentimentalismo se me ocurre ofrecer a mis lectores que, también, muchos son cazadores, esta suerte de regalo de Natura del cual fui mero portador, ya que el autor quiso excluirse por sentimiento de culpa, sus amigos por evitar responsabilidades, y entonces yo debí cumplir con el compromiso, sin otra razón, que mi entusiasmo y mi agradecimiento.
Relatos a cielo abierto: Maldiojo
Ocurrió que en una cacería de fines de temporada nos encontramos con una pradera natural en la cual pululaban las “coloradas”. Es harto difícil definir la sensación que experimenta todo cazador ante una presa de ese valor. Muchos la llaman la “reina de la pradera”. Cazarla es un rito de color, vértigo, sol y soledad. Quien lo haya experimentado, medite en esa explosión de alas rojas en pleno pajonal, esa suerte de ansia de escape, de libertad que significa el vuelo del ave. El disparo, el cobro, la labor del perro sin circunstancias más o menos desechables. El fondo de la cuestión es que si la caza se cumple con respeto, “la colorada” es el vértice de la liturgia.
En mi caso pude sustraerme a tiempo. Uno de mis compañeros no lo entendió así y entonces se produjeron los disparos y el montoncito de carne tibia, palpitante aún, en las manos del autor del sacrificio. Lejos de mí la posibilidad de un juicio, ya que hemos “pecado” muchas veces. El hecho de no haber participado en este caso del “pecado” me eximió de los comentarios.
Pero una variante muy especial se nos presentó a todos: de las aves abatidas, dos llegaron vivas al punto de reunión, y al parecer con toda la voluntad de seguir así. Una mera revisión comprobó fractura de un ala en una de ellas; y una munición en la zona auditiva con alguna lesión óptica no muy grave en la otra, nos impulsaron a guardarlas cuidadosamente en una caja. Destino, el criadero oficial de Villa Elisa, EBAS.
Recuerdo la noche en vela para saber si seguían vivas; el viaje en solitario la mañana siguiente, un lunes cualquiera, para cualquiera de los usuarios de la ruta, un lunes único, para mí y mis dos prisioneras. Por último, los corrales en la lomita que marcha al final del Parque Pereira Iraola; y uno de los técnicos, Boedo, con quien camino los corrales amplios, dotados de pajonales idénticos a aquellos que son el refugio natural de las coloradas en una pradera.
Una revisión somera del técnico me reveló tres hechos promisorios: ambos eran ejemplares muy jóvenes; ambos parecían casi repuestos del impacto recibido; ambos no habían cubierto aún su primer celo o período de reproducción.
—No sabrán hacer el amor, le agregué irónicamente a Boedo.
—No será obstáculo; el machito se entenderá con varias hembras viejas y, después del aprendizaje, se lo devolveremos bien preparado a su prometida.
Luego, las chanzas y el deseo de compartir una obra de gratitud con la naturaleza.
Mientras nos despedíamos, Boedo me pidió un nombre para los dos nuevos huéspedes del refugio:
—Dafnis y Cloe, respondí, como si estuviera contestando a una pregunta ya escuchada. Eran dos pastorcitos que tampoco conocían el amor.
Boedo me devolvió la sonrisa, que nunca me pareció menos culpable.
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