Todo surgió de un viaje de bici y pesca a Bella Vista, en la provincia de Corrientes. Las majestuosas barrancas “me llamaban” hacía tiempo y, por un motivo o por otro, tenía que cambiar de rumbo. Buscando recorridos me encontré con la palabra Toropi y la importancia del yacimiento paleontológico. A partir de ahí, Toropi me zumbaba en la cabeza y las barrancas pasaron al segundo lugar.
Travesía solitaria en busca de los durmientes
Partimos con Rodrigo García Cobas desde Buenos Aires para recorrer los 850 km, a pesar de que el pronóstico climático no era bueno. A decir verdad... ¡era un desastre! Después de unos cuantos termos de mate, llegamos al mediodía a una Bella Vista con cielo nublado. Cansados, almorzamos e hicimos una siestita para arrancar a las 15 hacia el Toropi. Y con un guía de lujo: el director de turismo, Freddy Feyer, es de los nuestros, así que nos esperaba con su MTB para arrancar con rumbo Sur. Las lluvias de los días anteriores habían anegado varios caminos, por lo que efectuamos un zig-zag por los que no estaban tan rotos. Igualmente, el barro que se forma con la tierra colorada no es tan pesado como el bonaerense que se pega en las ruedas.
En busca de fósiles
Sólo unos 15 km y, cerca de la escuela rural N° 21, enfilamos por un camino en bajada hacia el Oeste. La tierra colorada dejó paso a la arena que, por suerte, estaba bastante húmeda y permitía pedalear. El camino era el que trazaba el agua que se escurría rumbo al arroyo Matadero, tributario del Paraná, así que íbamos arroyeando (y ni quería pensar si se largaba a llover fuerte).
Llegamos a la orilla y, desde allí, Freddy nos marcó la zona del yacimiento que íbamos a recorrer (una parte es privada). Nos acercaríamos en bici para luego caminar y no destruir ningún fósil, aunque pensaba que lo que nos decía Freddy era un poco exagerado.
Cortamos camino por un pastizal y luego el piso pasó a ser arenoso. Buscamos tracción por las zonas donde había pasto; cada uno zigzagueaba en procura del trayecto ideal; de paso nos bautizaron las espinas y los mosquitos correntinos. A pesar de que la lluvia había apelmazado la arena, íbamos jadeando porque las bicis se enterraban y tanto las piernas como los brazos sentían el esfuerzo. Después de unos kilómetros, la consistencia del piso cambió abruptamente por una especie de arcilla empapada y la rueda trasera araba constantemente, mientras que la delantera tendía a acostarse si no teníamos precaución. ¡Diversión a lo loco!
Nos internamos por un pequeño cañadón hasta que las paredes laterales se hicieron muy altas. Freddy indicó que desmontáramos y siguiéramos a pie. Obedientes, trepamos por la barranquita detrás de él y caminamos cinco minutos hasta que se detuvo en una parte plana, al resguardo de una pequeña elevación. Allí señaló el piso. A 30 cm de mi zapatilla había un fósil de más de 30.000 años en el que se adivinaban las costillas y huesos principales. Quedé absolutamente tildado; después reaccioné, puse una mano en el hombro de Freddy y le dije: “Perdoname por no creerte”.
Me explicó que, a medida que la lluvia iba lavando los diferentes estratos, aparecían fósiles de pequeños vertebrados hasta megaterios de varias toneladas. Desde hace más de 20 años el Conicet, la Universidad Nacional del Nordeste y el Ministerio de Cultura de la provincia realizan excavaciones para extraer y preservar este patrimonio. Y, una vez que afinamos el ojo, pudimos ver innumerables vestigios ahí, a cielo abierto y a 15 km de Bella Vista.
Cuando el sol se dignó a asomar con un cielo azulino de fondo, aprovechamos para sacar algunas fotos y nos dimos cuenta de que las bicis habían quedado como a mil metros. Retornamos con un coro de truenos lejanos, anuncio de cómo sería nuestro retorno. Igualmente recorrimos la costa inventando senderos, hasta que abrieron las canillas del cielo.
Al día siguiente, el objetivo eran los Esteros del Ambrosio, al norte de la ciudad y donde pudimos disfrutar de la pesca en kayak y de la caza fotográfica. Un lugar ideal para los amantes de la naturaleza y donde nos faltó la clásica fritanga de pescado isleña. En ese paraíso pudimos apreciar una enredadera que trepa a los árboles, tapándolos casi por completo y dándole un toque fantasmal al entorno. El retorno en lancha por el Paraná, con el sol cayendo sobre las islas y toda la pajarada retornando a sus nidos, fue un momento irrepetible.
Una jornada agotadora
A cenar y a dormir temprano, porque al día siguiente teníamos bici... y agua. Amaneció feo y siguió igual, chaparrones constantes nos acompañaron todo el día. Luego de visitar el Paleomuseo Toropi, donde se relata la historia del yacimiento, nos fuimos a pedalear solos. Retornamos a nuestra deliciosa costumbre: ¡perdernos en todos lados! Visitamos la zona rural, donde el naranja del camino contrasta con el verde lujurioso de las plantaciones y de los cañaverales. Morrones, arándanos y frutales crecen en tamaños irreales por la riqueza del suelo.
Casi a la altura del centro de la ciudad se encuentra el camping municipal y de allí se descuelgan varios senderos hacia el río y sus barrancas. Tremenda experiencia para hacer bajo la lluvia. Algunos chaparrones fueron tan violentos que nos obligaron a refugiarnos. A esa altura, nuestras bicis (dos X Terra de carbono rodado 29 y 27 velocidades) eran un gemido. Aparte de lubricar la cadena constantemente, tuvimos que mojar los calipers para sacar la arena que rasguñaba los discos en cada frenada. Regresamos al hotel anaranjados por el barro y chorreando agua, pero felices. Nos esperaba un dorado a la parrilla para caranchear a la noche e interiorizarnos del proyecto del Geoparque Toropi. Algo realmente necesario para que todos los argentinos podamos disfrutar y conocer este yacimiento.
Nota completa en Revista Weekend del mes julio 2018 (edicion 550)
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