La ruta caracolea hasta el punto más alto de un precipicio con un espejo de agua al fondo y comenzamos a descender: quito el pie del acelerador por media hora. Al llegar a la base de las sierras, se abre un plano entre dos cordones de montaña: entramos a Villa General Belgrano por la calle principal que semeja una aldea alpina austríaca, alemana, suiza o del norte de Italia. El pueblo fue creado en 1932 por inmigrantes europeos nostálgicos de su infancia: la homogeneidad arquitectónica se mantiene por un código de edificación. Y esto le da sentido lúdico al viaje: es como entrar a un capítulo de Heidi pero en el Valle de Calamuchita, como estar en un país remoto a horas de casa.
Nos instalamos y salimos a caminar observando cenefas de madera recortada en el borde de los techos a dos aguas, cúpulas piramidales alargadas, fachadas de madera con entretejidos geométricos, paradas de autobús de madera y a dos aguas, tejas rojas, balcones floridos con enrevesada rejería y cartelería artesanal en los negocios donde no se permite la chapa, sino la madera tallada a mano.
Subimos a la Torre del Reloj rematada en cuatro agujas negras por una escalera caracol (23 metros). Desde su ventanal vidriado en 360° veo el salón de eventos con su techo a dos aguas, alto como la torre. Villa General Belgrano en sí no se ve tanto desde lo alto: está camuflada entre pinos, acacias negras, olmos, cipreses y espinillos. Lo que sobresale son techos puntiagudos.
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A mirar pájaros
“Bienvenidos al maravilloso mundo de las aves: ojalá los atrape”, nos recibe Ani Eck en el centro del pueblo, guía de observación de aves. Salimos a caminar entre las casas y ella agudiza su vista de lince hacia los jardines: un chinchero grande se luce desde la rama de un pino con su largo pico curvo de punta táctil para sacar gusanos de los troncos. Avanzamos hacia el arroyo Del Medio y ella advierte: “Ahora que se callaron los loros, oigan el canto coral del tordo músico”. Se lleva el monóculo a un ojo y enfoca un grupito bullanguero posado en el suelo a la vera del río (la imitamos con binoculares que nos ha dado). Al rato descubre al tordo renegrido –primero lo oye, después lo ubica– limpiándose las plumas. Ani da cátedra: “Esa especie parasita a otras; no hace su nido ni incuba sus huevos; los pone en el del chingolo: es gracioso ver al pequeño chingolo alimentar a sus pichones y a un renegrido más grande que su madre adoptiva”.
Avanzamos río arriba por un bosque y nos descubrimos rodeados de aves: pero no las vemos sin el sexto sentido de Ani que oye el silbido agudo y penetrante de una calandria: la señala y explica: “Tiene una siringe muy desarrollada: imita el canto de otras aves, la alarma de un auto, un lavarropas o una bordeadora de césped”. Estamos a 100 metros del centro y las aves aparecen a cada minuto: un carpintero nuca roja. “El otro día un hombre que usaba largavista por primera vez, lo vio y se largó a llorar. Esta ave tiene lengua larga para sacar gusanos luego de taladrar, la cual le envuelve el cráneo amortiguando el cerebro al golpetear”.
Ani oye un canto como de globo desinflándose. Y entrevé un pirincho entre las hojas con sus plumas paradas en cresta. Ahora aparece un cacholote de jopo marrón: hace 20 nidos pero usa pocos, acaso para despistar a los predadores. Ani nos muestra la app de Aves Argentinas: pulsa el smartphone y suena el soplido decreciente del pirincho. De inmediato, éste responde. Nos encanta este jugar a las escondidas con las aves: La guía nos trasmitió un nuevo tipo de curiosidad. A partir de ahora, caminaremos los bosques de manera distinta, sabiendo que todo el tiempo hay aves, también en la ciudad: de lo que se trata es de saber oír y entrenar la mirada para hacer visible lo que no se ve.
Para entrenar el nuevo sexto sentido, al día siguiente salimos solos a recorrer el circuito de trekking Pozo Verde. Conducimos 600 metros desde el pueblo y entramos a un camino de tierra. Estacionamos para bordear a pie el arroyo El Sauce entre arboledas que crean túneles vegetales, hasta una hoyada: un espejo de agua verde que refleja el contorno. Y descubrimos aves, muchísimas: este trekking es circular con leve pendiente y cruza el cerro Mirador con su panorámica del Valle de Calamuchita (una hora y media). Al día siguiente volvemos a los senderos, ahora cuesta arriba hasta la cima del Cerro de la Virgen. Es más esforzado: son 1.372 metros hasta la estatua de la virgen y 240 metros de desnivel (50 minutos hasta allí y está señalizado). La panorámica de la Sierras Grandes y todo el valle con sus diques justifica el esfuerzo.
El sabor de los Alpes
Villa General Belgrano es un pueblo sibarita y el sincretismo cultural –con perfil centroeuropeo– define su cocina. En Zula –frente a la Torre del Reloj– hay mesas con sombrillas junto a una plaza con fuente y se puede pedir una tabla alemana, ensalada gourmet con mix de hojas verdes, roquefort, pera, nueces y tomates cherry; o brusqueta de salmón ahumado y pizza Bavaria con salchicha alemana.
Viejo Munich es un restaurante creado en 1937 con una fábrica de cerveza artesanal al fondo. El plato estrella es el codillo de cerdo ahumado, macerado, hervido y envuelto en panceta antes de ir al horno. Se acompaña con salchicha, chucrut o puré de manzana. El otro plato típico es goulash de ternera, jabalí o siervo acompañado con spaetzle (ñoquicitos). Ciervo Rojo es el otro clásico –desde 1964– con dos estatuas que ilustran su nombre. El carré de cerdo ahumado es una delicia al igual que el gulasch y las salchichas. El restaurante Otilia es más joven –1981– y destaca por su fondue suizo: queso fontina derritiéndose con licor en una olla sobre la mesa donde uno mete pinchos con pan, salchicha y tomatitos.
Los Personajes es la novedad culinaria: allí donde todos van por lo europeo, Aida Ieno tomó el camino de los mariscos y pescados con perfil muy gourmet. Por ejemplo, la picada de mariscos –mezcla de vanguardia y tradición española– trae mejillones provenzal, langostinos con hongos, vieiras gratinadas, empanadas con masa filo y gambas rojas con salsa picante y agridulce con pasto –no lo es, pero parece–, un puerro procesado crujiente y dulzón. Otra delicia es lasaña de salmón. Una visita a este restaurante termina de cerrar el círculo de la complejidad cultural de Villa General Belgrano, que es todo lo anterior, pero también es criolla, cordobesa y argentina: puro sincretismo cultural, armonioso como la naturaleza que la rodea y que se puede descubrir en modo aventura.
Fiesta de la cerveza
Villa General Belgrano hizo su primera fiesta de la cerveza en 1957: cada octubre atrae a miles de personas al campo cervecero con puestos de comida, bailes tradicionales y desfile de colectividades por la calle con trajes tiroleses –los hombres de enterito con pantalón corto– tocando trombones, trompetas, saxos, redoblantes, clarinetes y acordeones. Al frente va el Monje Negro, una mujer en túnica con capucha, una tradición bávara del siglo XVI. Desfilan las comunidades española, holandesa, rusa, suiza, alemana, austríaca e italiana. En el predio hay centenares de mesas de madera rodeadas y stands de marcas de cerveza que parecen casitas de cuento de hadas. En las parrillas se asan salchichas Frankfurt con chucrut y costeletas de cerdo ahumado.
Villa General Belgrano, Córdoba
- Cómo llegar: desde Capital Federal hay 740 km por Ruta 9 hasta Río Segundo. Luego girar a la izquierda hasta Alta Gracia, localidad donde nuevamente doblamos hacia la izquierda para tomar la RP 5.
- Observación de aves: paseo gratuito. Se realiza los sábados a las 18:30 (hasta 25 personas; reservas, Tel.: 03546-510006). También hacen salidas privadas a reservas naturales: Instagram: @avesdevgbyvalledecalamuchita
- Cerveza artesanal: Mak Bier es una cerveza artesanal cuyo taller se visita de manera gratuita en la calle central (con reserva) para observar el proceso de elaboración. Adelante hay una pizzería donde probarla (rubia, negra y roja). Facebook: MAK Bier.
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