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TURISMO | 26-12-2016 08:12

Avistajes en la ruta de Darwin

Desde Puerto Deseado, Santa Cruz, navegamos por el océano en kayak y a motor para avistar delfines, pingüinos y otras aves. Una zona que Darwin conoció en 1833.
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En un rincón de la costa patagónica, por debajo del interminable golfo San Jorge, se encuentra la ría de Puerto Deseado. Un accidente geográfico donde el mar se interna en la estepa, pretendiendo abrirse paso, generando un paisaje que no solo sorprende por su extraño aspecto, sino que también es el refugio para una gran variedad de fauna que eligió ese lugar como suyo.

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Nuestro primer día de aventura nos recibió con un viento calmo y un cielo completamente azul. Nos reunimos en la galería de la empresa de excursiones Puerto Penacho, construida con buen gusto sobre la costa de la ría, desde donde se puede contemplar lo agreste del paisaje. Nos pusimos los salvavidas mientras Daniel Fueyo, con una cordialidad distendida como si nos conociéramos de toda la vida, nos explicaba las medidas de seguridad y nos ayudaba a embarcar. La primera impresión es de un tamaño desmedido. Frente a la proa de nuestra embarcación se presentaba un río inmenso con islas que se interponen a su paso y altos acantilados que delimitan sus costas. Navegar por ese paisaje ya es todo un paseo, pero la aventura apenas estaba por comenzar. Taty, nuestro capitán, puso rumbo a unos grandes paredones que caían a pique sobre el agua. Con habilidad, dejó que la embarcación se apoyara suavemente sobre una roca para contemplar a los cormoranes roqueros. Acomodados en apenas alguna saliente de las rocas y desafiando la gravedad, ellos se lanzaban al vacío en busca de algas, para luego volver al mismo lugar donde sus parejas los esperaban para ayudar a construir sus nidos.

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Integrantes de una colonia

Continuamos bordeando las rocas hasta salir nuevamente al cauce principal. A lo lejos se avistaba la isla De los Pájaros que se agrandaba cada vez más. Con una marcha lenta nos encajamos en una playa extensa de pequeñas piedras redondeadas por el tiempo. Daniel nos ayudó a bajar mientras Taty mantenía firme la embarcación. Con mucho cuidado y sin movimientos bruscos, avanzamos escuchando atentamente a nuestro guía, hasta descubrir que estábamos en medio de una colonia rodeados de una enorme cantidad de pingüinos, acompañados de ostreros, gaviotas y una gran variedad de aves que le daban vida al cielo cubriéndolo con su vuelo.

Todos los años, cuando los pingüinos de Magallanes regresan a esta isla de su viaje por las aguas de la Antártida, reconocen sus antiguos nidos y los vuelven a acondicionar para empollar y cuidar a sus crías. Las parejas se turnan para ir al agua y durante todo el día se los observan atravesando la playa para zambullirse. La isla también se puede visitar en kayaks para un contacto más íntimo. De una manera o de otra, la experiencia es emocionante porque uno se siente parte de la colonia en un contexto completamente natural.

Comenzamos el recorrido en camionetas rumbo a un viejo casco de estancia con mucha historia. En su galpón principal todavía se conservan las herramientas de esquila al viejo estilo. Al caminar entre las balanzas donde mucho tiempo atrás se pesaba la lana para mandarla al puerto, se puede imaginar lo sacrificado del trabajo en esos días.

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La mirada de Darwin

Las sombras de la tarde empiezan a estirarse de manera indefinida en el cañadón. La gigantesca piedra parada que se alza dominando todo el paisaje queda iluminada desde el oeste y completamente a oscuras por el este. Las camionetas se detienen y desde lo alto avanzamos sobre el mirador que nos permite observar toda la inmensidad del paisaje. En esas mismas rocas donde nos encontramos parados, en el año 1833 estuvo Charles Darwin, quien llegó a bordo del bergantín Beagle al mando del capitán Fitz Roy. Su misión era explorar la zona en busca de un paso hacia el oceano Pacífico, y se llevó un dibujo del paisaje que hoy podemos observar desde el mirador que lleva su nombre.

Más adelante bajamos en altura y llegamos a unos pastizales rodeados por grandes formaciones rocosas. Una breve caminata entre cañadones nos lleva a unas cavernas donde los pobladores originarios dejaron plasmado su arte. En las paredes se puede observar una gran variedad de pinturas rupestres clásicas de la zona. El final del recorrido es frente a la ría, donde Daniel nos esperaba con unas tortas fritas y unos budines caseros hechos por su esposa. “Siempre me gusta atenderlos y que disfruten del paisaje con algo sabroso”, me comenta. El atardecer llegó a su fin en un contexto de inmensidad y paz absoluta.

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La isla Pingüino

La mañana siguiente salimos más temprano de Puerto Penacho, porque nuestro destino incluía más de una aventura y era importante aprovechar el día. Dejamos atrás la desembocadura de la ría y nos internamos mar adentro. El agua estaba calma y el bote avanzaba de manera suave y fluida. De repente comenzamos a sentir unos soplidos fuertes seguidos de unas salpicaduras. Entonces, Tati nos pidió que estuviéramos atentos a los costados de la embarcación. Nuestra expectativa comenzó a crecer hasta que la primera tonina overa pegó un salto frente a nuestra mirada. Detrás de ella saltó otra y otra, hasta que nos dimos cuenta de que una manada entera nos estaba siguiendo en nuestro viaje.

Con solo una combinación de blanco y negro, su piel brillaba bajo el sol y parecían disfrutar de acompañarnos. Luego de un rato cesaron los chapoteos junto con nuestra euforia de disfrutar los saltos de estos pequeños delfines. Sin darnos cuenta ya estábamos arribando a la isla Pingüino. A medida que avanzábamos, el faro que coronaba el promontorio principal empezaba a cobrar protagonismo, dominando toda la isla.

En una de sus costas, una gran colonia de pingüinos de Magallanes recorría la playa con su paso gracioso y sus fuertes graznidos. Los pichones ocupaban sus nidos, todavía con el característico peluche de plumas grisáseas que cubre su cuerpo.

Desembarcamos y Daniel nos guió por un pequeño sendero que bordeaba la colonia hasta una lobería, donde una gran cantidad de jóvenes y adultos disfrutaban del calor del sol, recostados sobre las rocas y los charcos que se forman al bajar la marea. De tanto en tanto, el macho del harem se alzaba erguido mostrando su imponente melena.

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Los penacho amarillos

Continuamos el recorrido llegando hasta lo más alto de la isla para rodear el faro que parece contemplar todo el panorama. Bajando entre las rocas de la cara sur se nos aparecieron miles de pingüinos de penacho amarillo que salían disparados del agua y parecían trepar sin mucho esfuerzo la costa escarpada. Con su pecho blanco y su lomo negro como la mayoría de los pingüinos, sus penachos amarillos y sus ojos rojos se destacan de manera inconfundible, haciéndolos lucir muy simpáticos y atractivos. Dejamos la playa navegando de regreso a Puerto Deseado con una suma de experiencias enriquecedoras en contacto con la naturaleza y la vida salvaje.

Nota completa publicada en revista Weekend 531, diciembre 2016.

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Marcelo Ferro

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