-¡Abuelo! ¿Cómo estás? ¿Sabés quién habla?
Relatos a cielo abierto: Rafael, del Guazú
- Sí, Franco, mi nieto pescador. Yo estoy bien, ¿y vos?
-Yo también. Te llamo, abuelo, para contarte que pesqué una trucha, una trucha linda, en El Pozón del Trabunco. Mamá no nos deja ir mucho, pero, la otra tarde, con mi hermano Martín nos escapamos, y llevamos la cañita y las cucharas. Él tiró unas cuantas veces y al final… ¡picó! Hubo una lucha que casi la perdemos; se nos enredó la línea en un árbol, pero yo, como soy liviano, me subí a la rama que da sobre el pozón y la solté, y pudimos seguir, y la pescamos.
Relatos a cielo abierto: Marinos de la montaña
Sigue la melopea dulce del niño, y se va envolviendo en un resplandor de recuerdos dentro del abuelo, que está prendido al tubo del teléfono, igual que a un salvavidas. Las voces de los nietos son inevitables, galvanizan al abuelo, lo apartan, decididamente, de toda razón o prevención. Son como una entrega repetida a un sentimiento, a una sensación que es unilateral, ya que el nieto que la genera, deberá transitar mucho camino, antes de conocer por sí mismo, lo que se siente y cómo es.
Relatos a cielo abierto: El descubridor
Así empieza la nueva edición de Relatos a cielo abierto, te invitamos a escucharla por Radio Perfil.
La catarata de palabras del nieto era constante e impetuosa, en su afán de relatar cada detalle de su épica captura. “Tiene nueve años, y ya es todo un resorte en tensión”, piensa el abuelo. Y sigue deleitándose, prestando oídos a toda la sabrosa historia de la evidente violación del reglamento, el pique de la trucha fuera de temporada, la pelea, las salpicaduras en la carita del nieto, audaz, trepado sobre una rama. El viejo la escucha y su oído se recrea, como si se tratara de alguna suave melodía de Chopin o de Franz Schubert.
Relatos a cielo abierto: Los Dioses del Rincón
El arte se manifiesta muchas veces así, y la escena, para quien es, como se ve, un imaginativo, se le presenta nítida a través del hilo del teléfono. Caen las fichas, se sostiene la charla, hasta que llega el final, con un
-Abuelo, yo te mando un gran beso, y te pido que no dejes de venir a vernos en Noviembre…
Tras la emoción y los sobresaltos del relato, queda, ahora, la mano apoyada en el aparato y la mirada fija en una “nada” demasiado remota.
El silencio es madre de recuerdos; y entonces, el anciano, recorre mentalmente su álbum y rescata una foto amarilla, del malecón del puerto Limonao, sobre el Futalaufquen. Una imagen que muestra una porción de orilla casi cubierta de truchas, y vestigios de nieve vieja, junto a las piedras y el parapeto. Allí hay dos figuras enfundadas en trajes de agua, con cañas de spinning y gorros de pompón. Ambos rostros con sonrisas culpables, un brazo sobre un hombro y la mirada detenida sobre una cosecha que hoy sería imposible, irreal para estos tiempos, y demoledora como transgresión.
En ese momento, la mano abandona el aparato; el hombre vuelve al hoy, pero, inevitablemente, se pierde en el agridulce regreso a esa otra escena, también de dos hermanos. Para evitar que, al alejarse la voz del chiquillo, todo se vuelva sombrío, recurre, como muchas veces, a citas que ayudan a superar tentaciones:
“Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras,
Los astros y los hombres vuelven cíclicamente…”
Y así, de la mano de Borges, se prepara orgulloso, para contarles a los otros, ese exceso triunfal, que le obsequiaron sus nietos.
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