Thursday 28 de March de 2024
BIKE | 09-03-2013 11:27

Una escapada a La Rioja

La famosa Mejicana es una de las trepadas más apasionantes que ofrece la provincia. Cómo encararla para pasarla lo mejor posible. Galería de imágenes.
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Ya antes de Chilecito, cuando pasábamos por Los Colorados, queríamos bajar las bicis de la Kangoo para empolvarnos un poco. Pero por una vez hicimos algo racional y, luego de instalarnos en la cabaña, fuimos a descansar. Pero como la emoción era demasiada, a las seis de la mañana ya estábamos desayunando tras lo cual rumbeamos para la plaza principal. Allí, a la sombra de los lapachos florecidos, nos juntamos con Daiana, Karen, Adriana, Víctor y Luis. El recorrido sería la Vuelta al Pique, que cruzaba el antiguo trazado del cablecarril La Mejicana. Las recomendaciones principales: protector solar, rompevientos y agua (cruzaríamos varias veces un río pero no era potable).

Por asfalto nos encaminamos al NE, y a solo 6 km encontramos la Plaza de los Mineros, donde había un cartel explicativo del trazado. Y el inicio fue como una declaración de principios: no bajamos al ripio. ¡Lo subimos desde el primer momento! Los escasos 2 km hasta la Estación N° 1 eran en subida constante.

Trepar y trepar

La estación se sitúa a 1.525 m de altura. Con la guía recorrimos las instalaciones y el museo que allí funciona para interiorizarnos del monumental trabajo efectuado. Pero el cuerpo quería adrenalina, por lo que volvimos a nuestras monturas. Una breve y veloz bajadita y empezamos a trepar nuevamente. La primera parte del trayecto recorre una zona de chacras y plantaciones de nogales. El bosque atemperaba la temperatura, aunque las piernas no se engañaban con el paisaje y notaban que la subida era constante.

Rápidamente, el ripio civilizado dejó paso a respetables cascotes y empezaron a aparecer los primeros zig-zags trepando por el faldeo. Ya nos habíamos organizado con los chileciteños respecto del ritmo de marcha. Acostumbrados a la montaña, ellos iban como aviones. Pero mi compañero Juan Franco y yo, ambos del Gran Buenos Aires, donde lo más alto es subir a la autopista, tuvimos que recurrir de antemano al gimnasio para complementar esa falencia. Con mucho trabajo de carga y trote nos habíamos preparado para que la montaña no nos diera muy duro.

Metro a metro

Cada grupo marcó su ritmo. En esas condiciones es tan contraproducente querer alcanzar a un compañero veloz como ir despacio para aguantarlo: en cualquiera de los dos casos, el cansancio será mayor. Hay que escuchar al cuerpo y que él nos marque el rumbo. Pedaleando a 13 km/h seguíamos comiéndole metros al faldeo, pero el ejercicio no nos privaba de la vista impresionante del río Amarillo desde lo alto.

Recorridos unos 15 km y a 1.764 m de altura, apareció una meseta que nuestros cuádriceps recibieron felices. Aprovechamos para subir al plato del medio e incrementar el ritmo. Y empezamos con los cruces del Amarillo, el camino lo corta varias veces. En ocasiones era solo un hilo de agua y en otras 20 m de chapalear entre las piedras y aguas azufrosas.

Luego de otra trepadita, los amigos riojanos nos propusieron hacer una parada que recibimos aliviados. Y, como si fuera poco, de una mochila salió el equipo de mate. El majestuoso paisaje permitía apreciar el trazado del cablecarril que se alejaba del valle a partir de ese punto. La vegetación empezaba a ralear, pero las flores amarillas de tusca le daban un toque al verde de las montañas. El descanso sirvió para elongar los músculos, y unas barras energéticas fueron también bienvenidas.

Hacia los 2.200

“Aquí empieza el rockanrol”, nos dijeron los locales. A partir de allí el camino se disparaba hacia arriba, alejándose del cauce y trepando la Sierra de Famatina. Y no se quedaron cortos: breves tramos amesetados de 500 m y luego tremendas zetas que cortaban la montaña nos obligaron a tomar la posición adecuada. ¡Y a pedalear! Pero el esfuerzo era agotador. En cada curva de 180 grados no daban ganas de levantar la mirada, porque era increíble el desnivel a superar. La computadora marcaba 8 km/h e indicaba un ángulo de trepada de 9°. El corazón se había disparado al ritmo de nuestra respiración y un “ruido blanco” resonaba en mis oídos.

Pero no quería parar, pues el arranque posterior era más doloroso todavía. 1.857, 1.950, 1.990 y me animé a mirar hacia arriba, sabía que la altura del filo era de 2.200. Para qué habré mirado. El último tramo era mortal. Cerca de mí sentía el resoplar de Juan Franco, que venía en mi misma situación: sentado en la punta del sillín, con el cuerpo estirado hacia adelante y con la pera casi apoyada en el manillar. Así llegamos a los 2.239 m de altura. Pero después de semejante esfuerzo uno no puede cortar en un segundo ya que el corazón seguía bombeando enloquecido.

Aprovechando una leve planicie cambiamos las relaciones de la transmisión y fuimos y vinimos varias veces hasta que la respiración se acompasó. Entonces sí bajamos de las bicis y, caminando como astronautas, nos asomamos a admirar un destello blanco que cubría el horizonte: el majestuoso Famatima cubierto de nieve.

Los 29 °C no se notaban por el viento frío que nos obligó a ponernos el rompevientos. Y como el tramo posterior era en bajada, el frío se notaría más por la velocidad superior y la ausencia de pedaleo. Nos despedimos de los chileciteños. Ellos volvían por el mismo camino, pero nuestro destino era Guanchin, a solo 7 km pero 600 m más abajo. Y el ripio no era en franca bajada: ¡era caída libre!

Faltó prudencia

Con la adrenalina a mil, nos miramos con Juan Franco y dijimos: “¿Valía la pena el viaje, no?”. Acto seguido nos tiramos. El viento nos pegaba en el pecho a más de 50 km/h y la Merida generaba una lluvia de cascotes para todos lados. Recorríamos todo el ancho del camino para acomodarnos para la próxima curva, rozando la montaña y luego al borde del desfiladero. Una tremenda curva de 180 grados nos obligó a subir por el vértice para matar la bici derrapando y que nos diera el ángulo para poder doblar. Y como siempre digo, la gran ventaja de las bikes doble suspensión es que transmiten más control y seguridad.

Ya se llegaba a ver el poblado, pero antes había que cruzar el río Pismanta. Juan Franco llegó antes y pasó civilizadamente, viendo las piedras que iba pisando la bici. Pero la adrenalina era demasiada para mí: al grito de “prudencia no vinoooo” pasé como un Buquebus empapando en agua helada a mi compañero.

A las carcajadas y sucios como corresponde, llegamos a Guanchin para aprovisionarnos en un almacén. Y luego del almuerzo, debajo de un nogal, con la bicis tiradas por ahí, nos dormimos una tremenda siesta.

Nota publicada en la edición 486 de Weekend, marzo de 2013. Si querés adquirir el ejemplar, llamá al Tel.: (011) 4341-8900. Para suscribirte a la revista y recibirla sin cargo en tu domicilio, clickeá aquí.

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Aldo Rivero

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