Thursday 25 de April de 2024
4X4 | 28-10-2019 17:42

Travesía por el Farallón de Cabrería

Diversidad de flamencos, paisajes inconmensurables y la oportunidad de hablar con los lugareños convierten a esta travesía por zonas inhóspitas de Jujuy en un recuerdo Imborrable.
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La idea era llegar a un paraje muy poco conocido de Jujuy. Casi una leyenda: Cabrería, donde un rojo paredón de más de 100 metros de altura acompaña el ingreso a un pequeño poblado de pocas casas y a sólo centenas de metros del límite con Bolivia.Como siempre, aprovecharíamos para recorrer y compartir otros paisajes en el camino.  
La quebrada de Humahuaca, queda atrás. Abra Pampa, la localidad enclavada en la Puna argentina, se esparce sobre la llanura, tranquila y en paz. Otrora fue lugar de permanentes enfrentamientos entre tropas patriotas y realistas, pasando de mano en mano según la fortuna en la batalla. Defendida por encontrarse dentro de su marquesado por los hombres del Marqués de Yavi, aristócrata devenido con fervor en activista de la naciente patria. 
Al llegar allí, la caravana, traspasa su zona poblada hacia el norte y toma rumbo Oeste, por una ruta ancha y de buen piso. Tras el paso por dos cordones montañosos de escasa altura que obligan a trepar por sus laderas en zigzag, el camino desciende  hasta una gran planicie, donde se encuentra una fina capa de agua. Tomamos hacia el norte, bordeándola a distancia por causa de sus humedales. Es La Laguna de Pozuelos; si nos acercamos a su borde, podremos avistar según la época de año las hermosas y coloridas colonias de flamencos.

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Fútbol en 4x4

Llegados a Cieneguillas, tomamos la RP 64 rumbo Oeste. Tras casi 30 km, cruzamos la Ruta 40. A los pocos metros, el camino desciende y comenzamos a acompañar el cauce de un río, afluente del Santa Catalina. El piso está en bastante buen estado. Una pequeña  y blanca edificación a la derecha, de simple techo de paja a dos a aguas, aparece sobre la banda contraria del ahora arroyo. Sólo una pequeña y humilde cruz, pintada sobre su única puerta lo identifica como “El Oratorio”, que da nombre al paraje. Un poco más adelante, ya estamos transitando por una de las dos estrechas calles de este poblado, de menos de 100 habitantes y a casi 4.000 msnm. Sus casas son las humildes y típicas casas del norte: de una sola puerta, sin ventanas  directas a la calle, generalmente de adobe o blanqueadas a la cal. Salvo excepciones. 
A poco más de una cuadra, la calle se abre y nos sorprendemos al pasar junto a un arco de fútbol, ir rodando por el área chica, bordear el círculo central y rozar el córner: salimos de una inmensa cancha de futbol y de la misma localidad. Así, abruptamente, las construcciones se terminan  y sólo queda el camino por delante. 
Unos ocho kilómetros entre  quebradas ocres y amarillentas sin sobresaltos, más que ir controlando “el soroche”, o mal de altura, cosa que a debe atenderse sin dudarlo. Al primer síntoma (que muchos confunden con malestar estomacal), todos los miembros de la caravana saben que deben avisar; una corta dosis de oxígeno ayuda a recomponer.  Alcanzamos un desvío que indica que nuestro destino está hacia la derecha. Cabrería. Descendemos. Derecha, izquierda, derecha-izquierda, bordeando una quebrada estrecha; así hasta que la huella nos deposita sobre el cauce de un ancho y pedregoso río. Las ruedas de los vehículos se hunden apenas en la pedregosa arena. Al efectuar más adelante un recodo hacia la derecha, el paisaje nos sorprende gratamente. ¡Allí está! El alto y rojizo farallón de Cabrería. 

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Paisaje puneño

Mientras la caravana comienza a transitar junto a él, gana en altura y los vehículos parecen de juguete. El dron vuela en el aire y se eleva, para tratar de captar la mejor imagen. Cuesta hacer que entre completamente y se aprecie su magnitud en el lente de la cámara o de celulares; quizás el dron le haga un poco más de justicia. Todavía extasiados ante la belleza del esta pared vertical de más de 100 m de altura y de un rojo intenso, en forma semejante a una hilera de hormigas junto a un cordón de vereda, avanzamos hacia le Oeste por el cauce del río. 
Un arreo de llamas y el lugareño, Sánchez, que se acerca para conversar. Aprovechamos para que nos cuente sobre el lugar. Comenta que son sólo 14 personas en el pueblo y que se dedican a las llamas y a sus chacras. Lo dejamos en su tarea y avanzamos mientras las llamas corretean por delante de las camionetas abriéndonos paso…  Sobre la derecha, en el faldeo de la montaña y con piedras blancas, el nombre del pueblo nos da la bienvenida. El farallón, a nuestra izquierda, ha ido descendiendo hasta que casi no queda nada de él; sólo suaves lomos rojizos. 
A medida que avanzamos crece la imagen de una blanca capilla, algunas casas a su lado y, sobre un pequeño paredón de tierra, el colegio. Sólo un puñado de personas se acerca cuando llegamos a él, está casi desierto. Dejamos algunos elementos para  la comunidad y, como ya se ha pasado el mediodía, seguimos un trechito más por el río y nos acomodamos debajo de la sombra de un gran aguaribay. Es hora del picnic gourmet. Al terminar de recomponer fuerzas, la hora es conveniente y tenemos tiempo de explorar un poco más. 

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Encuentro fortuito

Decidimos llegar hasta el límite internacional, río abajo; son apenas cinco kilómetros. La caravana enfila directo al Oeste por la quebrada del río, entre paredes que a veces se estrechan, dejando ver solo el intenso cielo celeste de la Puna. O se abren ampliando el paisaje. Un pequeño hilo de agua intermitente corre en caprichosa forma por el lecho. El sol forma pequeños arco iris al ser sus aguas salpicadas cada vez que una camioneta lo atraviesa. Al doblar en un recodo del camino vemos una colorida figura desandando bastón en mano junto a un grupo de llamas. Como siempre, nos llama la atención encontrar personas en tan desolado paisaje. Paramos y nos acercamos a ella; de estatura baja, cara curtida, sonrisa fácil, marcas de hojas de coca en las comisuras y con ganas de charlar. 


Es Dionisia Morales. Es uno de esos maravillosos momentos en que se crean recuerdos para toda la vida. Nos cuenta de su rutina diaria, del orgullo por sus llamitas que arrancan pequeños gajos de los árboles mientras charlamos; del puma que debe ahuyentar. Del cachorro que la acompaña pero que es muy vago. Que le gusta la sopa. Que las noches son largas, sola en su ranchito. Que  piensa en sus nietos…  a los que no sabe cuándo vera de nuevo. En ese momento, una lágrima comienza a recorrer los surcos de su cara; como las aguas de un río luego de la lluvia, empiezan a llenar su cauce. Pero se anima contándonos de sus actividades cotidianas. Antes de despedirnos, le dejamos un sombrero que renueve el ya desgastado que lleva, más algunos alimentos frescos y galletitas. 

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Orportunidades únicas

Con el corazón en vilo por la experiencia, avanzamos unos pocos kilómetros más. En forma casi intempestiva, el río desemboca en otro y el camino se corta en una T, cerrado por una pared de piedra. El río es el San Juan de Oro; allí no tiene más de diez metros de ancho, del otro lado, esa pared de piedra es territorio de Bolivia. Foto testimonial y volver. Al regreso conversaríamos un rato más con Dionisia, que seguía allí junto a sus llamas y su perrito. 
Volveríamos comentando que, si bien a todos nos divierte renegar con una encajada en la arena o en el barro, la suerte de poder conducir un vehículo 4x4 da oportunidades únicas:  las de llegar a lugares, paisajes recónditos o desconocidos; pero por sobre todas esas cosas, vivir experiencias maravillosas con personas entrañables… simples, humildes, que nos enriquecen 
la existencia. Sin van por allí, no dejen de mandarle nuestro abrazo a Dionisia.

 

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Marcelo Lusianzoff

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