Thursday 25 de April de 2024
4X4 | 10-03-2020 14:53

Al mágico oasis del Salar de Antofalla

La soledad de la Puna es proporcional a la calidez de sus pocos habitantes. Algo que solo se puede descubrir recorriendo sus huellas.
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Los trinos de algunos pájaros escondidos en el follaje de la calle principal y el sol jugueteando con las sombras, entre las quebradas de las bardas rojas, develaban una tranquila mañana en Antofagasta de la Sierra. Nos restaba todavía una jornada recorriendo los múltiples atractivos que tiene alrededor esta pequeña población de la Puna. Una vez que cargamos combustible en la única estación del pueblo, la caravana con el suave murmullo de sus motores diésel, un poco apagados por la altura del lugar y su falta de oxígeno, se fueron acomodando para partir.

Ponemos rumbo para la salida sur del pueblo. A unos 8 km se yerguen como guardianes de la población Los Negros. Son los volcanes Antofagasta y la Alumbrera con sus lagunas. Al acercarnos podemos ver cómo las oscuras figuras se reflejan en la superficie del agua; también lo hacen, como multiplicadas automáticamente en un espejo del cielo, las rosadas parinas que levantan vuelo al acercarnos a la orilla. Bajamos de los vehículos. A medida que nos acercamos a la ladera del volcán, las piedras que de lejos parecen estar arrojadas al azar por la erupción, comienzan a tomar forma de habitaciones, murallas, construcciones hechas por el hombre. Y cuando agudizamos la vista, comprobamos que cubren un vasto sector. Pertenecen a una fortaleza y conglomerado urbano del período Inca. Está íntegramente construida con piedras basálticas negras procedentes de erupciones de los dos volcanes. 

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Como contracara, mientras recorremos el lugar, una joven arrea una gran cantidad de llamas multicolores para que beban; lo hace con su ciclomotor, son otros tiempos. Algunas entran en la laguna hasta que sus peludas panzas quedan rozando el agua y beben mansamente; otras juguetean entre ellas. Volvemos. Luego de un apetitoso almuerzo en lo de Celia Zoltan, el guía de turismo nos da una charla en el Museo Mineralógico. Son llamativas las negras y largas lágrimas de roca de más de dos metros de largo, que alguna vez fueron lava arrojada por el volcán. Al ser golpeadas suenan a tañido metálico, por lo que se las llama “piedra campana”. 
Subimos a los vehículos para tomar por las callejuelas del pueblo, entre las casas de baja altura, para ir ascendiendo a La Punilla, donde hay una pista de aterrizaje. Desde allí vamos rodeando la vera sur del río De las Peñas. A lo lejos vemos cómo las piedras se yerguen en la planicie que, de a poco, va tomando altura hasta tocar los pies de los cerros que conforman las paredes exteriores del volcán Galán, casi siempre con sus cumbres tiznadas de nevisca.


Nos vamos acercando, rodeándolas pegados a la profunda quebrada del río. Al llegar a la última, la circunvalamos y nos acercamos a unas paredes rocosas de donde parecen haberse desprendido grandes bloques de toba al ser rebanados por un gigante. Parece que fue reciente, pero no, ha sucedido hace miles de años y se pueden datar por su oxidación al exponerse al aire. Cuando nos acercamos descubrimos cientos de petroglifos. Sus paredes planas fueron aprovechadas por los habitantes originarios para tallar allí rituales y escenas de la vida cotidiana. Nos quedamos un buen rato observándolos y tratando de descifrarlos, jugando a los arqueólogos.

El Museo del Hombre

El verde de la alfalfa centellea con un esplendoroso tono en el sembradío que se extiende entre las peñas y que habla del milagro de la vida en medio de un páramo rojizo. Zoltan también nos acompaña a la punta de las peñas. Allí, más cerca en el tiempo, un escriba dejó asentado en uno de los planos el nombre del propietario de la tierra a comienzos del siglo XIX. También, como testigo de esos tiempos, quedan restos de paredes y de unas habitaciones de adobe del puesto. 
Llega el atardecer y regresamos al pueblo mientras los volcanes parecen acunar al sol. Hacemos una visita al Museo del Hombre, que cuenta con piezas halladas en los alrededores y, ya cuando la noche se va apropiando del paisaje, nos acercamos nuevamente al borde de la laguna. Esta vez para sorprendernos con un hermoso espectáculo de luz y sonido, un festival que ilumina y llena de ecos de quenas, charangos, erkes y bombos la noche. 

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Otra hermosa mañana nos sorprende en Antofagasta de la Sierra. Con combustible y cargadas todas las vituallas, la caravana serpentea despidiéndose del pueblo. Buscamos la salida hacia la zona noroeste. Cruzamos el puente sobre el río La Punilla, rozando casi un rancho que se asoma a la vereda y que parce querer acariciarnos y darnos la despedida con los pellones colgados de su cerco. Cuando iniciamos una curva a en la zona de laguna Colorada, se abre el camino; tomamos para la derecha, el de la izquierda conduce directamente a Antofalla. Unos kilómetros más adelante la huella parece perderse. A la distancia es una larga recta que va descendiendo a través de la ladera rojiza, para desvanecerse hasta hacerse casi imperceptible en el fondo del amplio valle. Más adelante debemos decidir si tomar por la Cuesta del Diablo o por Salar de Ratones, desde donde tendremos una mejor vista del volcán Peinado. Las camionetas se siguen aventurando más y más. Y decidimos llegar hasta el Balcón del Peinado

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Una de las chatas no embala lo suficiente y se hunde en el piso arenoso, debiendo ser desencajada. La altura hace que algunos caravaneros tengan que recurrir al oxígeno. Ascensos y descensos por toboganes gigantescos se suceden uno tras otro en un paisaje precioso. Al llegar al mirador nos detenemos para tomar unas fotografías del Peinado y su característica y prolija forma. Abajo se extiende, con su angosta y larga figura, el Salar de Antofalla. Custodiándolo atentamente desde la altura, los picos del volcán que le da nombre, con sus de 6.409 metros de altura, parecen querer abrazarlo en toda sus amplitud, abriendo como colosales brazos sus quebradas hacia él. Cada tanto suele lanzar una fumarola al firmamento para demostrar que está activo. 
Descendemos sorteando suaves curvas entre salares menores. Llegamos a la orilla del salar y comenzamos a atravesarlo. El piso esta muy roto y duro. El ritmo de paso es lento... En los espejos retrovisores se refleja la figura del Peinado. Una de las camionetas se detiene. Quizás su ritmo fue demasiado y los amortiguadores traseros han dicho basta. Están muy calientes, perdieron aceite y el vehículo, al desplazarse, se hamaca más que un Citröen 3 CV. Todavía queda mucho del periplo y habrá que solucionarlo; es casi imposible andar. Frente a nosotros, en la orilla norte, divisamos ya el contorno achaparrado del abandonado puesto de Oro Huasi.

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Un inventor en la vega 

Seguimos la huella bordeando la banda norte del salar. Cuando transitamos unos 6 km, en la inmensidad del yermo paisaje nos sorprende el manchón verde de vega Las Quinuas. A medida que nos acercamos, los altos olmos toman su dimensión verdadera: no son bajos ni pequeños; todo lo contrario, pero a la distancia y debido a la inmensidad del paisaje, hasta unos metros atrás parecían pequeños. Su verde contrasta con el rojizo de los farallones que los respaldan. 
Pasamos la tranquera de ingreso. Allí nomás está la escuela que desde hace algún tiempo ya no tiene alumnos. Un poco más y estacionamos frente al puesto. Desde la baja y angosta puerta emergen las figuras de nuestros anfitriones y amigos, Antonio y Catalina Alancay. Particularmente rememoro la misma escena hace más de 20 años, cuando comenzábamos a relevar y a aventurarnos por primera vez en nuestra 4x4 de apenas 99 HP por estos lares y llegamos aquí  un mediodía, sin GPS, con unos viejos mapas. Solo paramos para preguntar adónde estábamos; pero nos sorprendió una inesperada bienvenida con cordero asado, papas andinas y choclo de la quinta. Antonio se autotituló inventor y nos mostró sus creaciones, una cardadora hecha con una vieja bicicleta y tantas cosas más. A partir de allí surgió una amistad de años, reforzada en cada visita y que perdura con mucho cariño en el tiempo. 
Las camionetas copan de a poco el patio del puesto. Los caravaneros descienden y recorren el lugar. Mientras Catalina y Rosa se encargan de las empanadas en la cocina a leña, Antonio nos acompaña a recorrer su quinta a metros del salar, milagro alimentado por una vertiente de agua dulce, una vega como se la llama allí, que baja de la montaña. No solo hay papas andinas, hortalizas de toda clase y un parral, sino que también hay lugar para la belleza de las rosas y de las inmensas dalias que salpican de color el lugar.

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El olor de las empanadas ya se nota en el aire, como el crepitar del cordero en el horno de barro. Pese a que somos muchos, el comedor nos acoge con la calidez de la amistad de esta gente sencilla. La charla y las risas discurren entre los platos de sopa, cordero, choclos y papas andinas; como un ritual que se repite desde nuestra primera visita. Luego del almuerzo nos distendemos con una nueva caminata por el lugar. Una pequeña habitación hace las veces de capilla donde, muy de vez en cuando, un cura se acerca para dar misa. Catalina la mantiene muy limpia y prolija, adornada específicamente para cada festividad cristiana. Es su conexión con la fe. Esa misma que los mantiene en pie pese a los años, resistiendo, custodiando y dando vida a este oasis en medio de la vastedad del salar y de la Puna. Nos despedimos, entre abrazos y alguna lágrima. Otro amigo, Simón, nos espera en la Vega Botijuela. Seguiremos  hilvanando por huellas las perlas de la Puna catamarqueña.

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Marcelo Lusianzoff

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