Talampaya y Sierra de las Quijadas tienen elementos en común, no sólo por ser ambos parques nacionales sino también por sus formidables paisajes rojizos que predominan en sus recorridos y esculturas naturales talladas por el paso el tiempo. Piedra, arcilla y tierra conforman estos ambientes cuyas datas se remontan a millones de años, merced a antiquísimas capas superpuestas a lo largo de tanta vida. Hoy cada uno de ellos ofrece distintos circuitos para el visitante, propuestas ideales para descubrir y disfrutar en estas regiones del noroeste argentino.
Talampaya
Este fantástico destino riojano es tal vez uno de los yacimientos paleontológicos más ricos del mundo, ideal para descubrir los secretos de aquellos gigantes de la fauna que en épocas prehistóricas poblaron la región. De por sí, se encontraron gran cantidad de restos fósiles, sobresaliendo el de uno de los primeros dinosaurios que habitó la tierra hace 250 millones de años, el Lagosuchus talampayensis.
“Este parque nacional fue creado en 1975 y declarado patrimonio de la humanidad por la UNESCO en el año 2000 –comenta Luis, uno de los guías– y conforma la Cuenca Triásica de Ischigualasto, que es una gran área donde afloran antiguos sedimentos cuya data coincide con la de aquellos primitivos gigantes. En esos años, este sitio no era el desierto que vemos hoy, sino un gran valle surcado por lagos y enormes ríos”.
Talampaya, que en quechua significa “árbol del río seco”, es una reserva natural de 215.000 hectáreas, famosa por sus increíbles farallones de roca rojiza y por sus diferentes figuras erosionadas por el viento, donde además, en muchas piedras se registran huellas de la antiquísima flora y fauna que dejaron su impronta en el lugar.
Los vehículos quedan en el playón lindero al área de servicios, en la entrada al parque. Ahí está el Sendero del Triásico, que en sus 200 metros muestra las distintas especies de dinosaurios que habitaban la zona, representados por figuras hechas a escala natural. Tras este corto paseo, se inicia la visita en buses locales que recorren el lecho seco del río Talampaya, entre altos paredones cortados a pique. También se puede realizar en mountain bike o en una caminata, pero en cualquiera de las modalidades, siempre en compañía de un guía.
Los recorridos
Tres son los circuitos clásicos. Y al comienzo del primero, de inmediato una parada para ver unos petroglifos tallados por culturas indígenas que semejan figuras de animales (guanacos, pumas, ñandúes) junto a algunos morteros cavados en la piedra. Vamos hacia el interior del imponente cañón hasta toparnos con farallones de más de 150 metros. Este conjunto, llamado Murallón, impone su intenso color ladrillo, y entre sus tapiales alberga al Jardín Botánico formado por un pequeño bosque de algarrobos, chañares y molles. Detrás, sobre uno de los paredones, la lluvia creó una curiosa hendidura vertical de forma cilíndrica a la que llaman La Chimenea.
El periplo continúa hacia las distintas geoformas, tales como La Catedral y El Monje, entre otras. Majestuosas esculturas naturales talladas por la naturaleza. Desde aquí se puede continuar en un segundo circuito que lleva hasta Los Cajones. El camino se va angostando hasta no quedar espacio para el rodado. Seguimos a pie entre estrechos paredones, con la sensación de que nos aplastan en cualquier momento. Por el centro del cañón baja un arroyito que brota de un manantial entre las piedras. Y algunos pasos más allá llegamos a Los Pizarrones, un magnífico y extenso mural de 15 metros de largo con antiguos grabados indígenas.
La Ciudad Perdida es el tercer circuito del parque, y a la vez, el más extenso. El recorrido dura unas 6 horas en camioneta, transitando por el lecho seco del río Gualo hacia las dunas y pampas pobladas por guanacos. Llegamos a un mirador natural donde se abre una impresionante depresión con fantásticas formaciones que semejan una asombrosa ciudad fantasma. Descendemos para recorrer interminables laberintos diseñados por las corrientes de agua hasta llegar a Mogote Negro, impactante pirámide natural. Angostos pasadizos, ventanas, aberturas, siluetas esculpidas y un gran anfiteatro natural de 80 metros de profundidad excavado por la erosión, sin duda, por demás asombroso para cerrar la jornada.
Sierra de las Quijadas
Las quijadas vacunas encontradas por antiguos pobladores bastaron para poner el nombre a este espacio de 150.000 hectáreas, que fue declarado parque nacional en 1991. Numerosas osamentas se diseminaban en épocas remotas por el imponente relieve, regado actualmente de curiosas formaciones prehistóricas. Clima semiárido, escasos cursos de agua y un suelo desértico donde el silencio pareciese crecer desde notorios abismos. Tierras que supieron ser refugio de gauchos matreros escapando de la justicia, las mismas que hoy forman parte de esta impactante área protegida del noroeste puntano, donde los protagonistas son espectaculares acantilados de un intenso color rojizo que transforman el paisaje en una obra de arte natural. Las sierras existentes son el resultado de la elevación de un conjunto de capas de hace millones de años, y de la constante erosión de tantísimo tiempo, combinadas con impactantes quebradas y valles.
Dejamos los vehículos junto a la oficina de informes e iniciamos una caminata de tres horas. “Mucho hicieron el viento y el agua para que la región exista como tal –afirma Lucas, nuestro guía– al cavar en el vientre serrano la formidable cuenca que vemos allá, y a la que denominamos el Potrero de la Aguada”.
Desde el mirador divisamos un entorno donde cuelgan colosales graderías, columnas, farallones y cornisas naturales. Vale la pena continuar el trekking durante casi todo el día, para bajar al valle y vivir de cerca esa enorme garganta de gigantescos murallones rojizos y transitar los senderos interiores que llevan a distintos sectores donde se observan restos de vegetales antiquísimos, hornillos y fogones, muestras de la cultura huarpe y hábitat además de animales prehistóricos de cien millones de años. Aquí se hallaron fósiles de dinosaurios y reptiles voladores como el pterodaustro, con sus notables mandíbulas recurvadas hacia arriba. Un anfiteatro natural aparece surcado por un pequeño arroyo y rodeado de cerros de 1.200 m de altura.
Cromatismo
La tonalidad rojiza convive con el verde de la vegetación representada por jarillas, chicas (arbustos sin hojas y de madera dura), cactus u ollas rocetillas. El quebracho blanco y algunas otras especies, penden de altas paredes rocosas. Y si de fauna se trata, pumas, guanacos, maras, zorros, burros salvajes, águilas, cóndores en las alturas y flamencos en áreas lacustres y bañados, completan el impresionante paisaje. Regresamos al atardecer cuando el sol encendía los cañadones y dibujaba majestuosos bordes irregulares en los perfiles labrados por los siglos, tan sugestivos como cada rincón donde todo forma parte, además, del increíble y permanente silencio que este fascinante parque sabe brindar.
Nota completa publicada en revista Weekend nº 534, marzo 2017.
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