Había cumplido, apenas, 14 años de edad y Mar del Plata ya era para mí aquel lugar donde me esperaban la playa, los paseos y –sobre todo- la pesca.
Una mañana como tantas otras, caminaba equipo en mano hacia el club de pesca de la ciudad, aquel con su emblemática estampa, coronada –por ese entonces- por un cartel publicitario de bebida alcohólica que lo bautizó para siempre. Por eso, para mí y para muchos memoriosos, seguirá siendo el “Espigón de Gancia”.
En esa oportunidad aproveché la poca gente y la falta de control, y me atreví a pasar esa pequeña puerta de madera que dividía al común de los mortales de los dueños de casa. Un implacable cartel que decía “Entrada prohibida- Exclusivo para socios”, separaba el morro del resto del muelle, pero yo ingresé, silencioso, no sin algún temor.
Para mi tranquilidad, esa mañana, en el extremo del muelle no había nadie. Armé mi cañita de colihue; coloqué el reel Budak de bronce ya verdoso por la acción del salitre; una línea con boya tipo zanahoria; camarón cortado en trozos pequeños; y todo listo para tentar a los pejerreyes.
De pronto, una puerta se abrió y un hombre entrado en años se aproximó lentamente. Me observó adusto y, cuando yo ya vislumbraba un reto y posterior expulsión, sin decir palabra comenzó a armar su propio equipo. Una fina y larga caña bamboo de seis tramos con mango de corcho, un pequeño reel frontal de color negro (hoy supongo un Mitchell 308), me daban la sensación de estar ante objetos inalcanzables que –si bien, por mi corta edad, yo ignoraba sus marcas y modelos- reconocí enseguida como de gran calidad.
Volví a concentrarme en mi tarea y una pequeña corrida en la boya, y el primer pejerrey de la jornada ingresó a la caja de madera.
El otro pescador –en realidad, el único- ya tenía su línea en el agua. A los pocos minutos consiguió su primera captura y al rato otra, y en adelante ya no tuvo pausa. Pasada la primera hora, cuadriplicaba con holgura mi modesta cosecha.
Me entregué a observarlo y, con disimulo, comencé a correr poco a poco el pesado banco de madera, hasta aproximarme a un par de metros de donde él, con tanto éxito, pescaba. A esta altura de lo sucedido, y ya sin tratar de ocultar mi objetivo, con cierto descaro adolescente miré en detalle cada maniobra, cada movimiento, cada parte de su equipo. Necesitaba descubrir el por qué de su botín. Hasta que, con sorpresa, casi no pude creer lo que veía: ¡No utilizaba carnada en su largo aparejo de brazoladas cortas y múltiples anzuelos!
Tomando coraje me atreví a preguntar cómo funcionaba tal cosa. Me miró y me pidió silencio, poniendo el dedo índice sobre sus labios. Y a continuación, en voz baja a pesar de que estábamos solos, me dijo:
—Shhh… no se lo comentes a nadie.
—Pero… ¿Cómo hace? – interrumpí, casi susurrando y tal vez implorando por conocer su secreto-.
Tomó entonces de su bolsillo un pequeño frasco de vidrio color caramelo y reveló:
—¿Ves? Acá hay un líquido de mi invención, casi mágico, con el que froto mis anzuelos y los pejerreyes no pueden resistirse.
El arribo de un empleado del club, controlando, hizo que, con sigilo, levantara mi equipo y me ubicara en un lugar permitido, interrumpiendo definitivamente la apasionante charla.
Pocos años después, en una visita al Uruguay, conocí la técnica del “lengue”, esa extensa línea llena de anzuelos que no se encarnan, y que al moverse y solo por su brillo, atraen a los peces.
Me sonreí cuando me lo explicaron y recordé a aquel pescador que, por unos instantes, me hizo soñar con una poción fantástica.
Hoy, medio siglo después, cada vez que encarno una línea de pejerrey no puedo evitar recordar con cariño aquella mañana.
PESCA | 27-08-2022 15:00
Relatos a cielo abierto: La magia y la pesca
El querido Pablo Crespo habla aquí de pesca y no de armas, en una anécdota juvenil de sus vacaciones en Mar del Plata.
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