Definir el Márquez sería pecar de vanidosos. Sigue siendo uno de los tantos desaguaderos de lagunas interiores de las islas del Delta. Foto: Weekend

Por Radio Perfil

Relatos a cielo abierto: Márquez adentro

Definirlo sería pecar de vanidosos, dice Rodolfo Agustín Perri cuando describe con su fina pluma al arroyo Márquez, aquel de la segunda sección del Delta, que pocas veces brindaba dorados de grandes portes, pero siempre deslumbraba por su singular belleza.

Por Juan Ferrari

Puede parecer una invitación o, al contrario, una orden; pero de todos modos es una fórmula, y un misterio, todavía no develado dentro del “País de los misterios”, que configura toda la zona de los “Bajos del Temor”. Allí donde un arroyo tortuoso, escondido y cristalino como pocos, se animaba a interceptar la corriente oleosa y parda, de tres gigantes como lo eran el Durazno, el Felicaria, y el Caracoles, rumbo al este, quizás un cuarto al sur, como a Ciudad del Cabo, o al infinito.

Así empieza la nueva edición de Relatos a cielo abierto, te invitamos a escucharla por Radio Perfil.

Definir el Márquez sería pecar de vanidosos. Sigue siendo uno de los tantos desaguaderos de lagunas interiores de las islas del Delta. Basta sobrevolar la parte central de esta suerte de archipiélago, para entrever el agua brillante, bajo juncos, ramazones de sauces y plumachales. Es una laguna. Esos verdaderos depósitos de agua filtrada, sobreviven porque tienen sangrías del tipo del Márquez. Por ellas reciben la creciente, la albergan unas horas o días, según el viento y “el agua del Paraná”, como definen los isleños, a las periódicas avenidas de ese gran padre de las aguas. La devuelven translúcida y fresca; aunque para beberla, conviene elegir el tramo final, en el cual, los rayos del sol la purifican en su totalidad.

Tiempo de motorcitos mínimos y canoas isleñas de trabajo, con cuadernas que parecían garrotes. Media hora de travesía si era favorable el viento, desde el Canal 2, hoy el Arroyo Luciano. Fotos amarillentas, rescatadas de viejas carpetas, nos muestran figuras extrañas, con batones estampados las mujeres, y sacos de casimir los varones; y en una de ellas, aparece mi madre, junto a uno de mis tíos, tan lejanos ambos, como el irremediable descolorido de la cartulina.

El Márquez, en su boca, era todo espacio, todo horizonte, y, raramente, en esos rincones umbríos, todo alegría. Fue en esa boca bendita en la que observé, por primera vez en mi vida, un cardumen de dorados en pleno juego genésico. Comprendí así que el amor también alcanza a los seres de otros ámbitos. Ciegos, y al parecer sin olfato, sorteaban las carnadas que les lanzábamos con nuestra mejor puntería; porque iban solo en búsqueda de alguna rolliza y esquiva dama en pleno florecimiento del celo; y como siempre, varios machos se disputaban la llegada.

Durante decenios fue coto privado de los ingleses del Dorado Fishing Club, que es, en realidad, el decano en su género pero que ni siquiera figura en los registros de la Federación. Lo descubrimos al adquirir el primer motor portátil: un Swordfish, casualmente de incuestionable origen inglés.

Cierto verano, de hace unas tres décadas, los dorados se instalaron en el Márquez. Sin recomendación alguna, solo por nuestra cuenta y honor, decidimos limitar las capturas a un ejemplar por caña en todo el fin de semana. Otra actitud hubiera sido, simplemente, una grosería. Llegamos a utilizar nylon de 0, 25 es decir, tan delgado, que allá se iban nuestras boyas, cortadas por el tirón en seco de algún macho grande; y lo tomábamos en broma.

En esa boca había un remanso, un poco más allá era todo playa, donde, por algún tiempo, se instaló una pareja muy joven con un hijo de poco más de un año. Él cortaba junco, zanjeaba en las quintas, cazaba algunas nutrias, y en la costa armaba trampas, con bagres pequeños o boguitas vivas.

Un sábado, por la tarde, llegábamos con mi hermano al ranchito, ávidos de piques, corridas y saltos de dorados. Los respetuosos saludos; el consabido “¿Cómolevá?”; y el mate amargo, recibiéndonos a punto. Y detrás de la vivienda, nos esperaba, colgado y aún brilloso, un ejemplar descomunal de dorado macho como yo muy pocas veces había visto antes. Doce kilos exactos, comprobados en la balanza que Edgardo llevaba en su boldo de pesca. Hoy sería motivo de una obligada y festejada devolución al agua; y en la foto en blanco y negro, también hoy es solo un pobre e inexacto testimonio de tanta belleza.

Esa temporada multiplicamos las visitas al lugar. Los ingleses, por su parte, se hicieron presentes todas las semanas. Pescamos con regular éxito, pero ninguno de los peces obtenidos se acercó a ese ejemplar de leyenda; y nunca se sabrá, qué diablos estaba buscando semejante dorado en esos recovecos.

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