El desaparecido establecimiento “Carlos Gardel”, donde tuvo origen el caso, era el punto nocturno de reunión de una muchachada que trazaba un círculo de amistad con la mano firme de sus simples aficiones. Foto: Weekend

Por Radio Perfil

Relatos a cielo abierto: Bagres y gallaretas

El gusto por la caza y la pesca, pero principalmente por el aire libre, la naturaleza y, ante todo, el culto a la amistad. Una historia de Norberto Rizzi.

Por Juan Ferrari

En materia de apuestas las hay, hubo y habrá de todo tipo, según a todos nos consta. Pero la que formalizaron dos grupos de cazadores y pescadores en un bar del barrio porteño de Mataderos, por sus insólitas características, suponemos que será irrepetible. A menos, claro está, que a partir de una broma se llegue a concretar un desafío desopilante, como ocurrió en la ocasión que recordamos.

El desaparecido establecimiento “Carlos Gardel”, donde tuvo origen el caso, era el punto nocturno de reunión de una muchachada que trazaba un círculo de amistad con la mano firme de sus simples aficiones. Entre ellas, fundamentalmente, la de cazar o pescar deportivamente, lo que daba lugar a comentarios y proyectos de viaje en un clima de cálida confraternidad. Nada hacía suponer, en consecuencia, que algo o alguien estableciera diferencias entre quienes compartían un gusto afín por la vida al aire libre.

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 Pero en cierta memorable ocasión, un aficionado a la caza, apodado “Linterna”, dijo en son de broma, que “los pescadores eran unos tipos aburridos, que permanecían enyesados con una caña en la mano aunque pasaran horas sin un mísero pique. La caza es más divertida –sentenció-, porque siempre se está en movimiento”.

-Sí, como ocurre en la caza al acecho o cuando ustedes esperan agazapados que pase volando un pato y se quedan horas, como estatuas, sin que pase ninguno –replicó Lito-, un fanático pescador.

El diálogo picante abrió cauce a la intervención de otros opinantes, y cuando los argumentos de unos y otros se habían enredado, surgió la insólita propuesta del “colimba” Eduardo, al que lo mismo le daban una caña como una escopeta con tal de pasarla bien.

-Lo que podemos hacer –dijo- es ir todos los que quieran, cazadores y pescadores, a un mismo lugar donde se pueda cazar y pescar, llevando lo estrictamente necesario como carpas, pavas, mates, y otros utensilios de cocina. Se podrán llevar pan y vino, pero ningún otro alimento”

-Estoy de acuerdo en llevar vino –aprobó el etílico Pocho-.

-Pero… ¿Qué querés probar con esta apuesta?

-Nada que determine si la caza es mejor que la pesca o a la inversa –aclaró Eduardo-. Pero la polémica de ustedes me llevó a pensar que puede ser muy divertido que cada grupo tenga que vivir esa jornada exclusivamente de lo que cace o lo que pesque, en un mismo lugar, de modo que se controlen mutuamente. Sin posibles trampas. La apuesta, en todo caso, consiste en saber quiénes logran mejores resultados.

La moción del soldadito tuvo inmediata aceptación, y se constituyeron dos bandos, de tres individuos, en tanto, el autor de la idea, por su condición neutral, fue designado como fiscal y coordinador de la futura expedición.

El lugar elegido fue un campo privado, en jurisdicción de Monte, que ofrecía las condiciones ideales, cuyo propietario era amigo de esos muchachos. El predio no insumía grandes gastos de traslado, y a lo largo de su extensión, el Salado correteaba, incansablemente, sin pausa ni prisa. Y fue de verse, en el prolongado receso de una Semana Santa, el afán con que todos compitieron contra la adversidad. Porque, justamente, por esos días, peces y piezas de caza menor se habían conjurado: mientras los cazadores llegaron a comer gallaretas, los pescadores se salvaron del ayuno con unos pocos bagres y fritadas de dientudo.

Los esfuerzos por prevalecer, por lo tanto, fueron vanos; porque los habitantes silvestres del lugar no dieron quórum.

¿Pero a quién habría de importar el veredicto de un empate?, si solo se había tratado de contar con un pretexto.

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