BRUSELAS (dpa) - Un pequeño pitufo en el arriate de piedras es el
único indicio del verdadero carácter de los invernaderos más
espectaculares de Europa. Este reino vegetal no es un jardín botánico
ni una atracción turística. Es un jardín privado que pertenece a la
familia real de Bélgica.
Sólo una vez al año, durante la floración en abril, este mundo
normalmente cerrado a cal y canto, situado en la periferia de
la ciudad, se abre al público durante tres semanas. En 2018, se podrán visitar del 20 de abril al 11 de mayo.
El camino detrás de la puerta de entrada, de hierro fundido, pasa
junto al palacio y lleva al visitante al invernadero de naranjos,
donde comienza el recorrido. Aunque algunos de los invernáculos
tropicales están bastante alejados unos de otros, también cuando
llueve uno puede desplazarse entre ellos sin mojarse, porque todos
están interconectados mediante túneles de cristal.
Los invernaderos en el barrio bruselense de Laeken constituyen el
mayor paisaje acristalado de Europa. Un camino señalizado de más de
un kilómetro pasa por 15 diferentes instalaciones, entre ellos el
invernáculo del Congo, el de azaleas y la galería de geranios.
Ya a primera vista queda claro que estos invernaderos no son
construcciones botánicas funcionales al servicio de la ciencia sino
testigos de una necesidad megalómana de impresionar. Una ciudad de
cristal con cúpulas, torres y pabellones. Las formas alegres se
adelantan al modernismo belga que cambiaría la fisonomía de Bruselas
alrededor del año 1900.
El edificio más impresionante es el jardín de invierno con su cúpula
de cristal de 25 metros de alto, que descansa sobre un esqueleto de
metal y columnas de piedra agrupadas de forma circular. El edificio
fue construido entre 1874 y 1876.
No sólo lo grande impresiona, sino también lo pequeño. Cada arriate
está rastrillado y arreglado minuciosamente, desde hace mucho más de
cien años. Enormes palmeras se estiran hacia la luz. Copas de
diferentes árboles están enganchadas. Raíces se extienden como
tentáculos por el suelo. Helechos tan altos como un hombre despliegan
sus hojas en forma de abanico. Plantas trepadoras caen al suelo como
barbas hirsutas y gigantescas hojas se mecen con la corriente de
aire.
Por la noche, el mar de plantas resplandece con la iluminación
original de la Belle Époque. Desde afuera, la ciudad de cristal brilla
como un palacio de las mil y una noches. Un sistema de tubos de un
kilómetro de extensión, colocado debajo del suelo, suministra agua
caliente a los invernaderos, el mayor costo del complejo.
En medio del esplendor floral es fácil no ver un busto negro que está colocado en
uno de los invernaderos, algo oculto, contra la pared.
Un hombre narigón con una larga barba gris: el rey Leopoldo II
(1835-1909), quien mandó construir los invernaderos de cristal y
hierro.
El guía que lleva a los visitantes por los espacios verdes señala que el
rey fue un gran amante de las plantas. En ningún momento menciona el
pecado original que hizo posible el nacimiento de este jardín
paradisiaco. Leopoldo II financió la construcción del complejo de
invernaderos con dinero procedente del sistema económico esclavista
en el Congo, su colonia privada. Regiones enteras del país africano
fueron despobladas durante el cruel régimen del rey belga.
Cuando uno conoce los orígenes de la ciudad de cristal, ya no resulta
tan fácil disfrutar del paraíso vegetal. De repente, las plantas
trepadoras se asemejan a redes y las ramas nudosas a instrumentos de
tortura. La familia real sólo permite a su pueblo tres semanas de acceso a sus
jardines. E incluso, durante esas tres semanas, no todo está abierto al
público. Por ejemplo, una antigua iglesia con capacidad para 800
creyentes, que más tarde fue convertida en una piscina para la
familia real, permanece protegida de miradas indiscretas.
Información básica
Cómo llegar: en tren a la estación Norte de Bruselas y, desde allí, en
autobús de la línea 230 al palacio real.
Fotos: dpa
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