Para quienes no están apurados y gustan de comodidad, buen servicio a bordo y silencios de lectura, el tren a Córdoba es una bendición. Desde el ramal Mitre de Retiro, dos veces por semana y a las 9 en punto, una formación con coches nuevos y un personal plenamente cordobés ya juega algún chiste con tonada ni bien arranca el viaje.
De a poco, la gente va abriendo las cortinas, sacando el mate, el diario y las cartas, y se arma una atmósfera como la del camping. Al rato el campo domina la escena a la altura de San Nicolás, que puede disfrutarse desde las ventanas de primera ($ 300), que equipara asientos al de un colectivo semicama; de pullman ($ 360) con las prestaciones del cama, y el vagón con 12 camarotes para dos personas ($ 1.050) con dos camas tipo cuchetas y una mesa de trabajo.
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Buen servicio
Así se presenta una formación impecable, con baños con lavatorios externos repasados y recargados de papel, jabón y toallas cada dos horas. Hay agua caliente y fría en dispensers, y cargadores para teléfonos o cámaras. Sobra espacio para caminar, apoyarse en la ventana y disfrutar del paisaje hasta que el comedor está listo. Ubicado en el centro de la formación con 50 lugares, es uno de los lujos del viaje. Lasaña, carne mechada o costillitas a la riojana por $ 150 (incluye bebidas) son parte de un menú que permite concluir la jornada con un buen café expreso disfrutando en los ventanales de las últimas lucecitas del día.
La llegada a Rosario Norte, el campo de Cañada de Gómez y la creciente Villa María, paradas reglamentarias, son apenas un atisbo de lo que puede verse. Si bien la autopista ha sido un gran avance en términos de conectividad, ha invisibilizado esos pueblos que el propio tren dio vida años atrás y ahora revive de algún modo. En casi todo ellos, las estaciones fueron remodeladas y reutilizadas por su ubicación estratégica junto a plazas y parques públicos. Calles de ripio y tierra se alejan de la urbe más concentrada y hacia los extremos no faltan chacras con alguna tranquera, almacenes de ramos generales con ladrillo a la vista y silos que dominan el paisaje junto a camiones con tolvas para cargar cereales. Pero no todo es color de rosa.
De 14 horas se pasó a 16, y a las 18 que hoy serían la fija, siguen agregándose atrasos. “A nosotros mismos nos molesta, pero hay acuerdos políticos detrás que impiden que, como antes, seamos competitivos. Si no arrasaríamos todo el año y no sólo en temporada”, explica uno de los responsables de la formación. Para muchos, entre el lobby con el gremio Camioneros, la desidia estatal para el cambio de vías y la concesión de las vías a la Aceitera General Deheza, se explica el deterioro de un valor irremplazable por precio y servicio.
Rojos de tierra y aventura
El caos de tránsito cordobés por las obras del cierre del anillo de la circunvalación conocido como “Tropezón”, invita al escape. Por suerte, la suerte viaja por las inmensas piedras rojas del Cerro Colorado. Esos enormes mogotes que enamoraron a Yupanqui dicen lo suyo también al callar, y uno puede encontrarse a sí mismo en esos pagos. Anclado a 160 kilómetros al noroeste de la capital, al límite con Santiago del Estero, es curioso que este vergel alimentado por el río Tartagos, en medio de quebradas y cuyos sauces caen sobre el mismo cauce, pertenezca al departamento Río Seco.
El lugar que homenajea al inolvidable folklorista es en sí mismo discreto, aunque en sus tres mil hectáreas hay muchas sorpresas. Sus pozones geniales para bañarse en aguas cristalinas ofrecen sombras gloriosas bajo verdes parques. Cerros de porte brindan paredones donde el río susurra su paso y descubre sonidos en aleros repletos de pinturas rupestres, testimonio ayampitín, sanavirón y comechingón, pobladores históricos de estas tierras.
En la naturaleza
Las pasarelas del Parque Arqueológico, Monumento Histórico Nacional hace 50 años, llevan a galerías que descubren dibujos geométricos, llamas, cóndores y jaguares, figuras humanas pintadas con blancos, negros y rojos, y representaciones del enfrentamiento con los conquistadores. Sectores de bosque chaqueño serrano, con orgullosos mistoles, talas, cocos, molles y piquillines, visten un paisaje con senderos hacia miradores del pueblo geniales para los amantes del trekking. Otros caminos hacia el interior del pueblo, la iglesia local, los complejitos de cabañas y el camping aportan variantes para el paseo. Y para el descanso. Sobre esas callecitas de tierra colorada se oye apenas el andar de alguna bicicleta y algún sonido de pájaros, aunque hay lugar para las juntadas en el Museo Yupanqui y talleres en fines de semana que hacen de la música y el arte una misma cosa.
“Hacía rato buscaba un lugar y una forma de conectar la naturaleza con el trabajo que hago en el consultorio como terapeuta familiar. Con los pies en la tierra, el ruidito del río, la brisa en la cara y el cielo arriba, la tarea terapéutica se disfruta y profundiza”, asegura Marisol Franz, una asidua visitante de estos pagos con La Curiosa, su taller que mezcla terapias personales con actividad al aire libre. Y quien guste del folklore, no hay que perderse el paso por la casa que atesora el legado de Don Ata, materializado en letras manuscritas, su guitarra encordada para zurdo, mantas que acompañaban sus travesías, su bastón, premios, partituras, libros y fotos que pueblan tanto ese camino trashumante como este destino entonces inhóspito y hoy accesible.
Nota completa publicada en revista Weekend 541, octubre 2017.
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