El último kilómetro lo tuve que hacer a pie por el tamaño de la piedra suelta que había en el trazado. Foto: Aldo Rivero.

El último kilómetro lo tuve que hacer a pie por el tamaño de la piedra suelta que había en el trazado. Foto: Aldo Rivero.

El último kilómetro lo tuve que hacer a pie por el tamaño de la piedra suelta que había en el trazado. Foto: Aldo Rivero.

El último kilómetro lo tuve que hacer a pie por el tamaño de la piedra suelta que había en el trazado. Foto: Aldo Rivero.

SUEÑO CUMPLIDO

Travesía solitaria en busca de los durmientes

La foto de un puente hallada en un viejo libro hace años, inspiró al autor a una pedaleada por caminos rurales entrerrianos, muchos en pleno abandono.

Por Aldo Rivero

Mis cuatro días pedaleando por caminos rurales de la provincia de Entre Ríos tenían múltiples objetivos, diagramados a gusto de un ciclista solitario: ramales de ferrocarril desactivados, varios boliches de campo y el premio mayor, el bocado del postre al final de mi travesía. Para esa cuarta jornada y ya con 330 km encima quería llegar al puente de durmientes que cruza el arroyo Mármol, en el departamento de Colón, y que fue destruido por un descarrilamiento en 1977. En esos años, por ese ramal del FF.CC. General Urquiza denominado U7, circulaban ocho formaciones diarias de carga y pasajeros con rumbo a Misiones, y su posterior caída ocasionó grandes trastornos en todo el litoral.

Cómo fue la reparación

Dirigidos por ingenieros del Ferrocarriles Argentinos que diseñaron un arreglo provisorio, cuadrillas de varias estaciones vecinas llegaron a totalizar 100 trabajadores que se pusieron a trabajar contrarreloj para realizar soportes de pilastras de durmientes con bases de hormigón para evitar las crecientes del arroyo. Cuarenta y seis días les tomó finalizar esta proeza, que terminó como otros varios clásicos argentos: “provisorio para siempre”.

Este puente temporal de 32 m de largo resistió el paso de esas ocho formaciones diarias desde 1977 hasta 1998, momento en que el ramal fue desactivado. En alguna de mis tantas lecturas –hace años– surgió una foto de él que había quedado en mi archivo de objetivos pendientes. Con el tiempo, la grata de tarea de mapear mis recorridos, sumado a la búsqueda de datos, me llevó a contactar a Todo Pedal Cicloturismo, ciclistas de Colón que me dieron la información necesaria para llegar al lugar.
Ya había superado los 300 km pedaleados en jornadas anteriores, y esa última mañana encaré para el puente. Tenía dos opciones: la fácil por camino rural y la difícil por las vías. ¿Hace falta aclarar qué opción tomé? 
La Ruta 130 que une Colón con Villa Elisa es cortada por las vías y desde allí sale del asfalto este tramo que estaba bastante limpio, porque aún circulan zorras ferroviarias que despejan el trazado de arbustos y ramas caídas. Eso no quita que hay que pedalear con mucho cuidado, no sólo por los ramazos en la cara, sino por cuidar las cubiertas de los golpes contra los durmientes o algún tajo contra las piedras. 

Susto en medio de la nada

A los pocos kilómetros topé con los restos de una construcción ferroviaria deshecha y luego con los resabios de la estación Liebig. “Voy bien”, pensé, hasta que un guardaganados metálico escondido en el yuyerío me obligó a un panic stop, donde los frenos hidráulicos de mi bici se lucieron. 

La vista al frente para relojear bien el camino inmerso en un túnel vegetal de varios kilómetros me permitió disfrutar del paisaje, pero siempre alerta ante las características de circular por un trazado abandonado. Y así llegué hasta el puente Caraballo que cruza dicho arroyo a 15 m de longitud: con una bici cargada de 23 kg. Descartado llevarla a upa, coloqué las ruedas sobre un riel y la llevaba caminando de durmiente en durmiente... a 8 metros de altura. 
Salvo el corazón a mil, pasé bien y seguí esquivando ganado suelto y ramas hasta que, en el cruce de un camino rural, encontré dos originales carteles ferroviarios que seguramente señalaban algún apeadero del cual no hallé vestigios. Estos carteles de hierro tenían las letras en relieve y pesarían cientos de kilos seguramente, diseñados para durar como todos esos trabajos de antes.

A puro instinto 

A partir de ahí me guié por los datos de Nora, de Colón a Todo Pedal: 1.000 m al Oeste por ese camino, otros 2.300 con rumbo Norte hasta que el camino doblaba hacia el Este y ahí volvía subir al trazado. Pero sólo pude realizar unos 400 m pedaleando, había mucha piedra suelta y grande, y con la bici torpe por el peso era peligroso, por lo que me bajé y cambié el riesgo de caerme por el de torcerme un tobillo. “Sarna con gusto no pica”, me decía mi vieja, y tenía razón.
Pateando cascotes otro kilometro más llegué al puente. Mas allá de que era provisorio y ya con 26 años de inactividad, increíble su estado, literalmente. Parecía que ayer habían armado ese Jenga gigante. Tras bajar a pie hasta el arroyo Mármol (imposible hacerlo con la bici por la altura del terraplén), me sorprendí por la solidez y el ingenio de la estructura que se utilizó para revivirlo. La satisfacción de haber llegado y el esfuerzo se merecían un festejo, pero los ciclistas no llevamos champagne... Los amargos que me tomé acompañado de un queso de campo y sentado en la arena con las patitas en el agua se disfrutaron más todavía. 

El merecido descanso se vio opacado por el color azulino del cielo y unas ráfagas de viento fuertes, tal cual lo había anticipado el pronóstico: la tormenta de Santa Rosa se venía con todo. Guardé los petates y en modo trekking con bici me fui caminando por las vías hasta el cruce con el camino rural. Mentalmente, me iba preparando: “En Colonia Hocker me compro algo para comer, recargo agua y encaro con rumbo Sur”. Me esperaban un par de tramos de bravo camino arenoso y unos 90 km más, todos con viento en contra, pero todo era preferible a que Santa Rosa abriera las canillas del cielo y me agarrara en el camino.
Zafé. Pasadas la ocho de la noche llegué a Colonia Caseros tras totalizar 437 km en cuatro días. Horas después, se largó una tormenta que duró media semana sin parar…

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