A oscuras y bajo tierra: así es la catedral de sal de Zipaquirá
La iglesia se excavó en una mina cercana a Bogotá. Es un laberinto de 8.500 metros con socavones, cámaras, nichos, altares y paredes cincelados en sal.
Por Julián Varsavsky
“Una cosa es levantar una catedral en las escarpadas alturas de una montaña, como acercándose al cielo, y otra es levantarla en los subsuelos oscuros donde habitan los demonios”, describió el poeta Elvio Romero a la Catedral de Zipaquirá en un encuentro de poesía realizado en la atmósfera subterránea que atravieso hoy, como uno más de los 600 mil peregrinos que vienen por año a este penumbroso lugar sin ventanas, a una hora de Bogotá, Colombia.
Llego muy temprano -antes de la muchedumbre- para recorrer en silencio sepulcral un ambiente excavado en la dura piedra, donde en verdad todo es de sal incluyendo las cruces. El socavón original fue agrandado con dinamita y taladro neumático en un descomunal sedimento de sal con tierra: todo es oscuro antes que celestial, salvo por las estatuas de mármol iluminadas que parecen levitar junto a los techos. En ciertos lugares las filtraciones limpian la superficie cristalizando la sal, que parece brotar de las paredes como nieve.
Recorro un socavón de 400 metros a través de las catorce estaciones de un Vía Crucis sin imágenes del suplicio, sino cruces gruesas talladas en sal: cada estación es un pequeño oratorio. La Catedral de Zipaquirá fue inaugurada en 1995 dividida en tres partes: el Vía Crucis, un coro laberíntico y tres naves donde caben 3.500 personas.
De repente, el paseo desemboca en la gran nave central de proporciones descomunales. Un sutil juego de luces subraya la cúpula de donde brotan estalactitas como lágrimas colgantes, sobre una cruz de 16 metros en bajorrelieve sobre la pared. Detrás hay un altar mayor tallado en un bloque de sal con la doliente Santa María y Jesús en brazos, y una colosal columna circular que parece de cemento, pero es también de sal.
Respiro un leve aroma a azufre y corre un agradable frescor matizado por los murmullos del agua filtrada entre las grietas desde las profundidades de la tierra. En una cámara circular junto al confesionario, el eco de las palabras retumba hasta lo increíble en una ambiente onírico y salítreo: una señora en trance místico entona el Ave María de Schubert y paraliza el tiempo subterráneo.
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