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TURISMO | 28-05-2019 12:11

Chan Chan: la ciudad de adobe más grande de América

Un viaje por la costa norte del país, entre una urbe amurallada legendaria y el tesoro arqueológico más fastuoso del surcontinente.
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Llegamos a Trujillo –el norte del país– para completar un viaje transversal por el mapa peruano con perfil arqueológico: venimos desde el sur a través de los restos del Antiguo Perú, donde Machu Picchu es el más impactante por su contexto natural, pero no por eso más valioso que las Líneas de Nazca, la milenaria ciudad de Caral, las ruinas de Chan Chan, la ciudad de adobe más grande de América, y el tesoro del Señor de Sipán.

Recorremos a pie un Trujillo con aires pueblerinos, casas bajas, alboroto callejero y un colorido casco colonial con plaza de armas, ayuntamiento y catedral: es la estructura de cuando fue fundada en 1534 por el conquistador Diego de Almagro.

0528 Chan Chan: la ciudad de adobe más grande de América

A la mañana siguiente nos internamos en auto por la planicie de un desierto pedregoso rumbo a la ciudad de adobe más grande de América: la legendaria Chan Chan de la cultura Chimú. Al llegar nos empequeñece la monumentalidad de sus muros de 12 metros de altura, decorados con altorrelieves de guardas geométricas y filas en serie de peces, aves, lagartos, calamares y seres fantásticos. Este es el valor artístico más virtuoso de Chan Chan: un tesoro moldeado en arcilla con un arquetipo estético jamás visto.

Uno avanza por las calles demarcadas de esta ciudad milenaria entre casas que han perdido el techo: por momentos es como transitar por la cotidianeidad hogareña de las ruinas de Pompeya. Pero la ciudad italiana es gris y la peruana ocre. Al atardecer los muros de Chan Chan mutan al amarillo y a un naranja radiante.

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Cada ciudadela fortificada es un laberinto geométrico con pasadizos, rampas y pirámides truncas donde enterraban a los monarcas. Eran recintos autosuficientes con cisterna de agua y centro ceremonial. La madera se usó para hacer columnas y dinteles. Hubo decorados con obras de metalurgia ya saqueados: los chimú no dominaban la escasa piedra pero sí el metal. Y el adobe, por supuesto, con una maestría no alcanzada por otra cultura americana. Esto hizo que Chan Chan creciera hasta los 20 km² y tuviese canales de irrigación. La ciudadela Gran Chimú –con una sola entrada– mide 600 metros de largo por 360 de ancho.

La dinastía Chimú duró 900 años hasta su conquista por los incas en 1470. Su mito de origen habla del guerrero Tacaynamo que llegó por mar con su corte al desierto. Es decir que hacia el año 600 d.C. comenzó una planificación urbana sin mucho que envidiarle a la europea de su época, salvo porque allí los hombres fortificaban en piedra y aquí con un barro tan firme, que perdura hasta hoy.

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Los arqueólogos trabajan al rayo del sol a la vista de todos, manteniendo una ciudad que –poco a poco– se vuelve polvo con la escasa lluvia, mientras la van levantando otra vez. Chan Chan tiene diez ciudadelas amuralladas, una por cada rey del linaje Chimú. Por eso es tan vasta: cuando moría un soberano se levantaban un nuevo palacio, templos y casas para su sucesor. La cosmovisión político-religiosa los llevaba a empezar de cero una y otra vez. Hoy, los científicos han convertido a Chan Chan en otra parábola de la eternidad: un reloj de arena que dan vuelta de manera cíclica para que la gran urbe Chimú viva un permanente y enigmático renacer.

El tesoro de Sipán

Seguimos rumbo norte por la costa para dormir junto a la playa Guanchaco y ver las balsas de tallos y hojas llamadas “caballito de totora”, usadas por los pescadores igual que en tiempos de las dinastías Moche y Chimú: en todo Perú uno encuentra una continuidad viva entre la ruina y la cultura actual.

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Continuamos hacia la ciudad de Lambayeque para conocer lo más comparable en Sudamérica al tesoro de Tutankamón: el ajuar funerario de la tumba del Señor de Sipán, encontrado en 1986 en una pirámide de adobe de la cultura Moche (siglos I al VII d.C). Los primeros hallazgos fueron 1.300 vasijas con ofrendas y restos de un soldado con escudo, indicio de que se estaría ante el mausoleo de alguien importante. Más abajo aparecieron vigas de algarroba sosteniendo un techo y una tapa de ataúd. Allí los pinceles arqueológicos removieron tierra hasta descubrir una miniatura que brotaba luego de 1.700 años. “Al fondo de un espacio vacío una diminuta efigie de oro y turquesa nos fijó su enérgica mirada; era la probable imagen del mismo Señor de Sipán”, declaró el arqueólogo Walter Alva. Era un jefe guerrero mochica sujetando un mazo de guerra y un escudo.

Alta clase mochica

En el sarcófago encontraron el cuerpo de un hombre coronado. El cráneo estaba sobre un plato de oro: tenía ojos y nariz de oro. Miles de pequeñas cuentas cilíndricas de concha configuraban diez pectorales uno arriba del otro. En una mano sostenía un lingote de oro y en la otra uno de plata. Y encontraron abanicos de pluma con mango de cobre, brazaletes con centenares de cuentas turquesas, un cetro y un cuchillo con una pirámide invertida de oro. Un collar con 72 esferas de oro en degradé terminó de convencer a los investigadores de que este era un miembro de la elite mochica.

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El tesoro atrae a viajeros de todo el mundo para conocer el moderno Museo Tumbas Reales en Lambayeque, diseñado como una pirámide trunca. Lo recorremos en penumbra con las doradas piezas montadas sobre fondo oscuro: parecen flotar sin hilos en la sala. Vemos la espléndida corona de oro en forma de medialuna, las sandalias de plata del Señor de Sipán y el ajuar completo. Desde el segundo nivel miramos por una gran abertura que es la reproducción exacta de la tumba excavada. Allí también vemos la representación simbólica de una cosmovisión: la vida continuaba en el mundo subterráneo igual que en el estrato medio –la superficie de la tierra– con los mismos dioses del nivel superior: el sol y la luna (para completar este esquema visitamos desde Trujillo las huacas de la Luna y el Sol, dos pirámides rituales de 43 metros de altura)

Los reyes peruanos llevaban a la muerte sus tesoros y símbolos de poder, cuando en Europa el soberano legaba su cetro y corona al sucesor. En sus crónicas de Indias los españoles se asombraban de que los americanos desperdiciaran sus tesoros arrojándolos a tumbas. Así como cada nuevo líder del norte de Perú levantaba su palacio, hacía confeccionar sus atributos de poder cuya energía era intransferible: al partir los iba a necesitar en el inframundo. No era una reencarnación ni se concebía un viaje del alma al infierno. Había tres niveles que coexistían y era el cuerpo el que viajaba. Ahora somos nosotros los que viajamos a ese mundo encapsulado y detenido bajo tierra, que va saliendo a la luz por la fuerza sutil de un pincel removiendo tierra y tiempo, impulsado por la energía incansable de la curiosidad moderna.

Podés leer más notas como esta en la revista Weekend de mayo de 2019, n° 560.

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Julián Varsavsky

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