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CAZA | 31-03-2017 09:30

Jabalíes de Santa Celestina

Todos los detalles de una cacería en los alrededores del río Negro, una zona que sabe de grandes trofeos.
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Cazar en Santa Celestina es fácil. Se puede cazar con las últimas horas del día lo que baje al charco, rápido y sencillo. Pero cazar un buen padrillo es distinto, hay que ser paciente y esperar, puede entrar con el crepúsculo o a medianoche. Entre tanto, deberemos defender la ceba de las repetidas incursiones de piaras integradas por hembras, cachorrones, rayones o lechones, de variado tamaño, conforme a la época del año.

Con la luna llena de noviembre, llegamos a media mañana a la costa del brazo sur del río Negro. La balsa se hallaba encallada a unos 20 m del atracadero y en la orilla se encontraba amarrada una pequeña balsa improvisada con pallets y tambores de 200 litros. No podríamos pasar con nuestro vehículo y me imaginé las peripecias del trasbordo. Las sequías cordilleranas ocasionan con mayor frecuencia el descenso del nivel fluvial.

Primera noche

Al rato llegaron Mateo y Rocío del pueblo de Pomona y comenzó la aventura del traslado de equipaje y provisiones en la balsita. Con toda la impedimenta que llevamos los cazadores acomodada en la balsa, iniciamos el cruce del río desembarcando en la isla sin inconvenientes porque de ese lado hay profundidad suficiente.

La primera noche me aposté en un lugar espectacular: una planicie verde rodeada de montes frondosos y sin otro estorbo visual que algunos arbustos y reducidas agrupaciones de renuevos. No se había puesto el sol cuando escuché, en el monte situado a mi izquierda, los sonidos de una pelea de jabalíes. Mateo me había avisado que allí había un gran pantano y un extenso bosque cerrado, usado como dormidero de varias cuadrillas.

El lugar destinado a cebadero se encuentra a unos 90 m, y con la luna enorme y sin igual de noviembre podía verse la mancha clara del maíz sobre el gran círculo de tierra removida por cientos de pezuñas que la excavan cada noche.

Cambio de viento

No se movía una hoja, y cuando unos minutos después de las 9 de la noche entró un padrillo, me di cuenta de que tenía mal el movimiento del aire. Dio vueltas, se ocultó en los arbustos, ensayó carreritas de escape, para volver enseguida. Miraba hacia el apostadero. Y al cabo de un rato se fue por donde vino. Esparcí una pizca de talco, y casi imperceptiblemente las partículas flotaron hacia adelante. La misma situación se repitió en dos oportunidades más. Con el tercer padrillo en movimiento decidí llamarlo a Mateo para que me viniera a buscar. Contemplando los cuartos traseros del padrillo perdiéndose en la lejanía, sentí un soplo de aire fresco en la cara. Se levantó una suave brisa en dirección favorable y cancelé mi retiro anticipado.

Mateo construyó una casa a unos 100 m del casco de la estancia, en una lomada con vista al río. Allí nos alojamos mientras un lechón se doraba al asador. Más de 900 km debimos recorrer durante toda la noche para llegar a Choele Choel. Desde el conurbano bonaerense, el mejor y más corto recorrido es por la ruta 3: Azul, Olavarría por autovía, y luego desvío por la ruta 51 hacia Pringles. Una buena comida y amena conversación debajo de la arboleda y luego la reparadora siesta, para disfrutar de las largas horas en el apostadero.

Cambió el viento y también cambió la suerte. A la media hora de la huida del tercer padrillo, entraron en dos oportunidades piaras de 5 y 7 cachorrones que espanté a los gritos. La luz intensa de la linterna adosada al cañón del fusil, lo único que causaba era brillo en los ojos: seguían comiendo inmutables. A la 1 de la madrugada aparecieron cuatro chanchas y un número incontable de diminutos rayones, nacidos en pariciones tardías; no tendrían más de 15 o 20 días de vida. Una gran mancha oscura sobre el maíz que resolví no ahuyentar y dejar que se alimentaran. Al cabo de una hora empezaron a desparramarse buscando alguna semilla perdida. La chancha más grande comenzó a recorrer la huella de la camioneta hasta el apostadero: venía comiendo los granos que se habían caído. Llegó hasta unos 20 metros y levantó el hocico venteando con ruidosos resoplidos: desconfiaba del apostadero. Una detonación cercana provocó la estampida de la piara, pero uno de los cazadores que se encontraba compartiendo

la cacería con nosotros logró cobrar el trofeo que ilustra la apertura de esta nota.

Nota completa publicada en revista Weekend nº 534, marzo 2017.

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