Friday 29 de March de 2024
TURISMO | 16-10-2018 07:40

Tailandia: un mar de grandes aventuras

Playas y escenarios confirman la fama de paraíso que tiene la región. Personal amable y actividades que van desde el buceo y el kayakismo a la contemplación del paisaje desde la arena. Un lugar para descubrir.
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Desembarcamos de una lancha en el norte de la isla Koh Phi Phi –al sur de Tailandia– con un objetivo doble: reposar sobre las arenas y buscar un poco de acción. Por la ventana del bungalow de madera con piscina privada del resort Zeavola, vemos el mar turquesa desde lo alto de una ladera. La habitación tiene tres de sus paredes de vidrio, generándonos la sensación de dormir en una caja transparente en la naturaleza. Hay incluso una ducha a cielo abierto donde bañarse con privacidad.

Por la noche cenamos en penumbras a la luz de la luna en mesas sobre la arena, frente a un mar calmo como una piscina. Y a la mañana siguiente vamos al pueblo de Ton Sai para una excursión de buceo. Un pequeño barco nos lleva a Vida Nok, un islote rocoso de pared vertical coronado por selva. El guía argentino Matías de Blas nos da una clase introductoria y avisa que es muy posible ver tiburones. Al lanzarnos al agua los encontramos de inmediato: son tres de la especie punta negra, yaciendo con mansedumbre en el fondo. Miden casi dos metros y jamás han atacado a nadie.

Snorkel

Pataleo para avanzar como un Superman en cámara lenta. En el fondo hay estrellas de mar violetas y nos acercamos a una recta pared coralina, la que orbitamos como astronautas a un asteroide con cráteres y protuberancias. Atravieso un cardumen con miles de peces amarillos formando un torbellino envolvente: nado lento entre esas flechas equidistantes una de la otra, que pasan por centenares frente a mi luneta, hasta taparme todo el campo visual.

Tres metros más arriba diviso el vuelo lánguido de una tortuga pico de halcón que se posa a mordisquear un coral. Matías y otra buceadora observan a mi derecha dos peces loro escamados de amarillo, azul, verde y tiras naranja: eso les impide ver que por debajo les pasa viboreando una morena, esa gruesa serpiente con cara de Alien.

Nuestro bautismo lo puede hacer cualquiera sin experiencia y alcanza 12 metros de profundidad. El momento mágico llega con el bicolor pez payaso, inspirador de la animación Buscando a Nemo. Matías nos lleva hasta su morada, donde vive oculto entre los tentáculos movedizos de una anémona. Este coral blando es tóxico para todos los seres de este mundo, salvo para ese pececito indefenso. Me acerco a Nemo hasta colocar la máscara casi frente a sus ojos, justo sobre su cuerpo naranja con cresta blanca. No huye: se sabe seguro en el camuflaje de esos dedos violetas sacudidos al vaivén de las olas. El pez me mira fijo como suplicando piedad.

Pesca

La calma de Koh Yao Yai

Después de tres noches, nos mudamos en lancha a la tranquila isla Koh Yao Yai, a salvo del turismo masivo. Sus amables pobladores son musulmanes, como la dueña de la posada frente al mar donde nos alojamos, quien nos sugiere alquilar una moto para salir a recorrer la isla.

Al día siguiente nos embarcamos en una tradicional lancha-taxi de madera para visitar al amanecer –antes de la llegada de la multitud– la isla Khai Nai, un cayo de arena rodeado de peces que sobresale en el mar, sin siquiera un árbol. El cayo dorado está a 15 minutos de Koh Yao Yai y es el ideal de isla paradisíaca: para que mantenga ese aura, hay que visitarla entre las 6:00 y las 10:00 am (o al atardecer).

Por la tarde vamos a la famosa playa donde se filmó en 1971 una película de James Bond. Navegamos dos horas entre islas rocosas que parecen fortalezas a la deriva, para desembarcar en la isla Khao Phing Kan, justo frente a esa roca emblemática que parece un tee de golf de 20 metros de altura clavado en el mar.

Al regreso, nuestro capitán descubre una playa desierta: nos detenemos para un picnic en una isla entera para nosotros. Después de la siesta, retomamos viaje hasta una plataforma flotante donde alquilo un kayak con guía.

El conductor rema detrás mío haciendo de timón y entramos en un túnel rocoso con silencio y oscuridad totales. Hasta que descubro el regular tac de una gota que cae cada 15 segundos, retumbando con un gran eco. El guía alumbra una estalagmita de dos metros que brota del techo: desde allí cae la gota atronadora.

Al salir atravesamos un gran arco de piedra para entrar a una cueva mucho más pequeña, tanto que hay que acostarse de espaldas en el kayak para pasar. Al fondo del túnel brota una luz y hacia allí vamos: aparece una laguna esmeralda a cielo abierto, encerrada por la montaña como si fuese la parte baja de un cráter. En el centro de las aguas hay un gran árbol rodeado de las raíces de un manglar por donde caminan cangrejos. El silencio se rompe por los saltos de un pececito volador plateado que rebota tres veces en el agua y desaparece.

Kayak

La playa de la escalada

Nos mudamos otra vez por mar a Railay, una playa en una península con resorts donde el mar es un estanque descomunal perforado por afloramientos de roca. En esas rectas paredes se practica una de las escaladas en roca más famosas del mundo, tanto por lo deportivo como por la belleza del entorno.

En Railay acechan problemas de seguridad: hordas salvajes caminan sobre los techos de los bungalows atacando en grupo. Son unos monos delincuentes que, si no fuese por la tela metálica que cubre las ventanas, ingresarían raudos a las habitaciones a desvalijar: de hecho lo hacen si encuentran una puerta sin llave (saben bajar el picaporte).

Los humanos son “minoría étnica” en Raylai: treinta habitantes fijos contra medio millar de monos distribuidos en clanes que, además de sus conflictos legales con el homo sapiens, se enfrentan entre ellos por cuestiones amorosas.  

Nos alojamos en un bungalow de dos pisos en plena selva del hotel Rayavadee, en un valle con paredes de roca que vemos desde la cama. El complejo está atravesado por un laberinto de frondosos senderos donde casi no entra el sol: por allí las mucamas empujan sus carritos con frutas que colocan a toda hora en las habitaciones. Y los monos lo saben. Por eso viven en guerra con estas mujeres: las persiguen ocultos entre el follaje y, al menor descuido, abordan los carros.    

Durante mi primer desayuno en mesas al aire libre me siento a saborear un licuado de papaya y un budín de coco. Al darme vuelta para conversar con unos chinos, brota de la vegetación un mono insolente que me roba una medialuna y se trepa cinco metros sobre un árbol.

Panorama

Escalada en roca

Railay es un pueblo peatonal encerrado entre montañas, sin caminos ni vehículos. Salgo a caminar por su única calle para recorrer agencias de escalada y conozco al guía Satarpon.

Caminamos 20 minutos hasta una playa con una pequeña caverna. Somos quince novatos a las órdenes de Satarpon, quien dirige a tres guías. Nos colocamos casco y arneses para la clase teórica. La escalada en roca implica subir una recta pared sin ayuda de tecnología alguna. El arnés atado a varios clavos es sólo por seguridad, mientras un ayudante sostiene una soga desde la arena: si me cayera, él tironearía y yo quedaría hamacándome en el aire.

Hacemos las primeras prácticas y veo que esto será más sencillo de lo que parecía. No se trata de fuerza sino de técnica. Me le atrevo a la pared completa, agudizando la concentración mientras me sostengo de ínfimas grietas con la yema de los dedos. Voy bien los primeros metros pero, en la mitad de la pared, todo se complica. El guía grita que no afloje y me orienta; se sabe de memoria las grietas, que a mí me parecen cada vez más imperceptibles. A veces las tanteo a ciegas, palpándolas con el brazo estirado al máximo, sin encontrar la saliente. Pero obedezco y todo da resultado.

Playa

Nunca había trepado siquiera a un árbol en mi vida, pero he subido una pared vertical de 20 metros, algo que me parecía imposible. Miro hacia arriba y descubro un monito sentado en una saliente: creo que es el mismo que me robó la medialuna esta mañana. Yo estoy preocupado pensando en cómo bajaré de aquí y a él se lo ve muy tranqui, casi compasivo con ese homo sapiens de casco, tan inútil que no sabe ni cómo trepar bien una pared.

Nota completa en Revista Weekend del mes Octubre de 2018 (edicion 553)

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at Julián Varsavsky

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