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TURISMO | 22-05-2017 09:15

Brasil: minado por el arte

De la moderna Belo Horizonte a los pueblos coloniales de Ouro Preto, Congonhas y Tiradentes, las obras a cielo abierto de Minas Gerais.
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El imponente “Mineirao” se agiganta ante nosotros. Su cilindro de concreto, una gloria para lo amantes del fútbol, carga el incómodo silencio del 0-7 del último mundial ante Alemania, aunque la guía sale bien del paso. “Sempre dizemos a los pequeños que ese balón torno gigantesco con cada gol. A próxima copa vai volver a su tamaño”, dice al señalar una pelota inmensa que da la bienvenida al lado de certificaciones amigables con el medio ambiente, como las pantallas solares del techo y el sistema de aprovechamiento a agua de lluvia, algo único en el mundo. Es apenas una de las obras que marcarán el recorrido desde Belo Horizonte, junto a la nueva sede administrativa fuera del centro urbano, transformada en una mini ciudad de edificios colosales como el palacio Tiradentes, una doble “T” desde la que cuelga, sin ancla alguna en el piso, otro edificio en vertical. Así se presenta Minas Gerais, una región inmensa de un Brasil sin mar ni selva, pero exquisita en cultura, arte y gastronomía típica, que maneja por igual los dos idiomas de la arquitectura: el de las edificaciones históricas, tesoros patrimoniales ubicados a sólo un par de horas de la capital; y el de la modernidad constructiva, con edificios impactantes que señalan la confianza en el hombre del futuro, sin el peso del pasado.

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Los 1.200 msnm de Ouro Preto (Oro Negro) relucen con nombre propio. Todo sube y baja aquí, y cuesta encontrar alguna calle con plano recto para caminar seguido. En parte es bueno, porque hay que detenerse a contemplar con más calma las viejas cantinas portuguesas donde sirven cervezas artesanales, venden aceite de oliva de Lisboa y queso con dulce de guayaba; o los boliches donde el olorcito a faijao (porotos) con arroz o el cerdo frito con chicharrón, farinha (harina de mandioca tostada) y couve (una col) imantan los estómagos. Forjada en gran parte por artistas y esclavos en el auge del Ciclo del Oro, la ciudad fue la primera en Brasil, y una de las pioneras en el mundo, en ser declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO.

Arquitectura de la fe

La distinción de la UNESCO se debe en parte gracias a sus iglesias, que a diferencia de la colonia española surgieron de civiles creyentes y no del clero, ya que el rey portugués pudo negociar con el Vaticano un acuerdo por el cual las órdenes de primer y segundo rango no se instalaron en Brasil, y así las riquezas se administraron localmente.

Cofradías y grupos llamados repúblicas fueron creando círculos y levantando sus propias iglesias cristianas, dando vida al barroco mineiro de la mano de escultores avezados como Antonio Francisco Lisboa, “a quien llamaban Aleijadinho (tullidito), pero que pese a su problema fue el artista más grande de su tipo”, asegura el guía José Natividad. Esa tradición de repúblicas, y de la escultura, continúa hoy en el ámbito universitario, y el pasado se conecta otra vez con el presente. En las colinas del sur, estudiantes de todo el país se forman en arte, minería y ciencias exactas, y desde sus edificios flamantes bocetan las iglesias que el turismo mundial llega a conocer con la boca entreabierta.

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Emblema de este suelo junto al hierro, la piedra jabón es otra herencia arraigada. Ubicada frente a la iglesia que honra a San Francisco de Asís, la Feira de Artesanato apila jarrones, platos y alhajeros; figuras de Cristo, portarretratos y colgantes; ceniceros, vírgenes y morteros; juegos de mesa, cruces y animales exóticos. Todo, en la piedra que el célebre Aleijadinho trabajó como nadie. Sus museos, la inmensa explanada de la plaza Tiradentes, las iglesias del Carmo y Pilar, y el teatro más antiguo del país con el bloco de percusión Caixão como estrella, son algunas de las postales de un paseo imposible de decodificar en pocos días. Como si no fuese suficiente, fuera de su centro histórico el municipio cuenta con el Parque Estadual Itacolomi, repleto de cascadas, senderos de trekking y una enorme área de bosque nativo protegido por el sistema brasileño de parques nacionales. Una tentación a volver.

También el poder

A mediados del siglo XVIII, Feliciano Mendes Guimarães prometió a Bom Jesus de Matosinhos que si curaba su enfermedad erigiría un santuario a su nombre que el mismísimo Portugal no había visto jamás. El milagro llegó, y Congonhas, situada a 60 kilómetros de Belo Horizonte, vio entrar la obra cumbre de Aleijadinho: doce profetas en tamaño real, que junto a la basílica y la plaza de la pasión conforman un conjunto arquitectónico único. Además, seis capillas componen el jardín para la Vía Sacra con imágenes talladas por Aleijadinho en madera de cedro, Patrimonio Cultural de la Humanidad desde 1985.

A una hora de esa ciudad de los profetas, Tiradentes muestra una cara llamativa: sus callecitas adoquinadas y antiguas están dominadas por modernos bares con música soul, hoteles boutique y locales de moda. No hay una sola vivienda o mercado, y la vida cotidiana pareciera empezar recién en las afueras. El pueblo que lleva el nombre de uno de los héroes nacionales que luchó contra el gobierno monárquico no deja de ser bellísimo, pero demasiado escenográfico. También proclamado Patrimonio Nacional por sus fachadas, lámparas y monumentos, el lugar al que llegan en helicóptero empresarios paulistas, mineiros y cariocas para invertir millonadas, plantea un interesante dilema entre la conservación patrimonial y la pérdida del sentido original.

La tierra habla

Inhotim es, ciertamente, una maravilla. No hay otra forma de calificar un complejo de semejante factura desplegado entre montañas verde esmeralda de una Belo Horizonte a la que volvemos encantados de tanto barroco. Dicen aquí que este lugar supera a otros megamuseos al aire libre como el de Amsterdam, con sus 500 obras de más de 97 artistas de 30 diferentes nacionalidades. Ubicado en Brumadinho, a 60 kilómetros de la capital, ofrece un recorrido por 45 de las 600 hectáreas que protege, y uno puede admirarse de la naturaleza y el hombre por igual.

Sendas selváticas enmarcadas en sonidos de aves, ardillas y monitos llevan a descubrir una conservación ecológica que por momentos se luce más que el arte; o impactarse ante sus lagos (hay 5, inmensos) teñidos de distintos colores y donde viven enormes peces. En ese marco creado por el reconocido Roberto Burle Marx irrumpen moles de concreto camufladas por especies de raras plantas tropicales, y adentro, las obras de destacados artistas contemporáneos como Tunga, Cildo Meireles, Adriana Varejão, Doris Salcedo o Víctor Grippo. Afuera, engalana el parque el caleidoscopio gigante de Olafur Eliasson, las esferas de Yayoi Kusama o la piscina con forma de agenda del (no podía faltar) argentino Jorge Macchi. Una biblioteca, viveros, restaurantes y actividades de formación, completan el Instituto Inhotim. Parece bastante, hasta que se entra a una especie de templo con piso de madera donde un hueco de uno 200 metros se hunde en la tierra. Allí el artista Doug Aitiken instaló micrófonos ultrasensibles para escuchar el ruido de las placas tectónicas al frotarse. Sí, aquí la tierra habla de veras.

Nota completa publicada en revista Weekend 536, mayo 2017.

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