Friday 19 de April de 2024
TURISMO | 25-06-2012 15:49

Las cataratas de Zambia

Estos extensos saltos africanos, representan una parte más de la belleza única del continente. Enormes columnas de vapor de agua se elevan bañando completamente a los turistas, que anonadados, recorren el lugar como lo hicieran los exploradores que las descubrieron, cientos de años atrás.
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Recién pude verlas cuando las tuve a un metro de distancia, incluso un poco menos. Era de noche aún y la penumbra las ocultó de mi vista hasta último momento. Al sentirme tan cerca, las tres cebras se sobresaltaron y huyeron al galope, el lomo recto, las patas apenas oscilantes. Todavía sorprendido por mi ceguera, me fui acercando hasta la ribera del Zambeze. Faltaba más de una hora para el amanecer y me senté cerca de la orilla a mirar el río, la luna reflejada en las aguas. Tenía tiempo de sobra para llegar a las cataratas antes de que saliera el sol. Apenas si había dormido, pero no tenía sueño. Había cenado temprano, me había acostado también temprano, pero la ansiedad me había impedido descansar, salvo de a ratos. Quería ver el amanecer en las cataratas Victoria, las legendarias, las mismas que el explorador David Livingstone descubriera a los ojos europeos hace más de ciento cincuenta años y bautizara justamente Victoria, en honor a la reina inglesa de esos tiempos.

Ubicadas en la frontera misma entre Zambia y Zimbabwe, constituyen una sorprendente caída de agua de casi dos kilómetros de largo que quiebra al río Zambeze y lo encajona en un angosto cañón tras precipitarlo desde una altura máxima de 108 metros. La fuerza del río despeñándose en la estrecha garganta provoca un ruido ensordecerdor y cubre la geografía de una densa cortina de vapor de agua que llega a ascender hasta los 500 m de altura en los meses de marzo y abril, cuando el Zambeze alcanza su máximo caudal. Por este motivo, las cataratas son llamadas Mosi-oa-Tunya, el humo que truena, nombre que los pobladores locales les dieran antes de la llegada de Livingstone a estas tierras del sur de Africa.

Hoy en día, los descendientes de aquellos viejos pobladores siguen llamando así a las cataratas, tal como puede uno comprobarlo si se hace una visita a la vieja aldea Mukuni, un villorrio de casas de adobe y techos de paja que existe desde aquellos tiempos del descubrimiento del explorador británico y aun mucho antes, según asegura su gente.

La penumbra había ya cedido cuando inicié la marcha por un camino que me llevaba desde el Royal Livingstone, el magnífico y victoriano hotel en donde me alojaba, hasta las mismísimas cataratas. Tras treinta minutos de lento andar, llegué hasta una caseta que oficiaba de puerta de ingreso al área reservada de las Victoria. Un guardia de camisa gris me abrió entonces el paso a un sendero polvoriento que se hundió apenas en el terreno y zigzagueó entre un grupo de árboles cuyas ramas más grandes se agitaban, sopladas por una brisa fresca que llegaba desde el este, donde ya estaba por salir el sol.

Desafío extremo

La huella de polvo se fue haciendo cada vez más angosta y descendió suave hasta un espacio abierto, desde el que pude ver el puente de hierro de las cataratas Victoria, construido como un enorme arco parabólico sobre el río Zambeze, y desde el que aquellos que desafían al vértigo suelen realizar inconcebibles saltos de bungee jumping desde una altura superior a los 110 m. En la caída al vacío el estómago se comprime y los ojos se cierran, inevitablemente.

Me imaginaba en el salto desde el puente cuando, tras torcer el sendero apenas el rumbo, las vi por primera vez. Aún a oscuras, las cataratas Victoria despeñaban el río Zambeze desde más de cien metros de altura, rugientes y difusas tras una cortina de vapor de agua, el humo que truena del que hablan las lenguas indígenas. Sin poder contener la excitación apuré el paso por el camino, que empezó a orillar un precipicio. Allá abajo, tras desplomarse, el río seguía su curso encajonado entre altas paredes de rocas.

Primera impresión

De repente, sin previo aviso, un rayo de sol oblicuo, el primero de la mañana, iluminó al fin las rocas más altas de las cataratas, en su extremo occidental. Luego, poco a poco, la luz fue avanzando hacia el este, hasta donde me encontraba yo, tonos rojizos primero, amarillentos después, que se transformaron en un arco iris a medida que la claridad fue ultrajando las sombras, el vapor de agua convertido en un milagro de siete colores. Extasiado por el espectáculo, me acodé sobre la baranda durante media hora, inmóvil, hasta que un babuino me arrancó del sueño. Enorme, se me había acercado sigiloso para robarme una botella de agua que había dejado apoyada en el suelo. Cuando me di cuenta, el mono ya se había escondido tras unos árboles desde donde me miraba con la botella sujetada por sus largos dedos. Al rato, cansado de espiarme, se alejó con su botín.

El día siguiente, otra vez temprano, una lancha me llevó hasta la isla desde la que Livingstone vio por primera vez las Victoria. A la sombra de un árbol, una placa de mármol recordaba el descubrimiento. Parado sobre unas rocas cercanas al lugar, me volví a maravillar, otra vez el rugido del agua al desplomarse, otra vez los tonos primero rojizos, luego amarillentos, otra vez el arco iris. Empecinado con el déjà vu, dejé una botella de agua en el piso. El enorme babuino nunca apareció.

Nota publicada en la edición 472 de Weekend, enero de 2012. Si querés adquirir el ejemplar, llamá al Tel.: (011) 4341-8900. Para suscribirte a la revista y recibirla sin cargo en tu domicilio, clickeá aquí.

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Carlos Albertoni

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